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¿Qué hacer con Chesterton?

Años más tarde hemos llegado a una paradoja, una especialidad chestertoniana.

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Sabiduría e inocencia, de Joseph Pearce, empieza hablando de una carta colectiva desde la Argentina a Basil Hume, arzobispo de Westminster, pidiendo que se inicien los trámites para canonizar a Gilbert Keith Chesterton. No se menciona el año, pero su eminencia ocupó ese cargo entre 1976 y 1999, de modo que fue en épocas más o menos recientes. La biografía de Pearce es parte de cierta adoración ideológica inquebrantable por Chesterton, uno de los pocos escritores católicos del siglo XX, en el sentido de que su escritura y su fe son difíciles de disociar. Claro que su religiosidad producía reacciones encontradas. Recuerdo que Ricardo Noriega, el hermano matemático de Gustavo que murió muy joven, solía decir: “Chesterton escribió un libro que se llama Por qué soy católico. Alguien debería contestarle con otro titulado ¿Y a mí qué me importa?.” Para un ateo liberal con padre comunista como Noriega, que Chesterton hiciera proselitismo católico le parecía el colmo del anacronismo.

En Borges, el libro de memorias de Bioy Casares, los dos amigos hablan frecuentemente de Chesterton. De paso, sigo ignorando por qué este clásico fundamental de las letras contemporáneas está agotado y no hay señales de que se vaya a reimprimir. A ese gran misterio se agrega otro más pequeño: ¿por qué la única edición completa de Borges no tiene un índice onomástico? En realidad, sí lo tiene, pero no está en el libro sino online. En el índice aparecen más de cincuenta referencias a Chesterton, lo que permite descubrir que era una presencia permanente en las discusiones entre Borges y Bioy: lo usaban como modelo, les daban vueltas a sus obras y, aunque no siempre lo elogiaban, les servía de parámetro para medir a otros escritores. Pero entre todas esas citas no hay ninguna mención a sus ensayos teológicos y sí una sola al catolicismo de Chesterton, omnipresente en su obra incluso antes de que se convirtiera formalmente en 1922. Esta aparece en la página 1339, donde Bioy anota que Borges dice: “Había en Chesterton una gran sabiduría. Ahora está tan desacreditado que la gente interpreta mi admiración por Chesterton como una broma muy graciosa. A Chesterton le hizo mal que se lo vea simplemente como un escritor católico”.

Años más tarde hemos llegado a una paradoja, una especialidad chestertoniana. Por un lado, casi todos los libros de Chesterton están disponibles, al menos en castellano, porque siempre hay una editorial religiosa que los reimprime. Por el otro, el autor sigue sin suerte en la academia. En la biografía de Ian Ker, un especialista en escritores católicos, publicada en 2011 por la Universidad de Oxford, a Chesterton se lo trata apenas como un continuador del cardenal Newman, un mal poeta, un novelista dudoso y un ensayista repetitivo, con algún mérito aislado como sus relatos policiales. En compensación, Ker afirma que no era un escritor tan menor como se cree. Parecería que Chesterton quedó encerrado entre la hagiografía y la condescendencia. Pero a pesar de que tanta gente tan dispar como Pearce y Borges habla de su sabiduría, no parece que nadie se haya ocupado de integrarla con su talento literario ni con su constante práctica de preguntarle al mundo por qué funcionaba tan mal si los humanos eran capaces de comportarse como criaturas nobles.

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