Sostenía Edgard Morin que “sin sentido de comunidad, la libertad tiende a convertirse en algo más destructivo que productivo”. Podría sostenerse también que, sin un sentimiento primario de comunidad, aquellos conflictos por derechos e intereses sectoriales que emergen en cualquier sociedad sólo podrían resolverse por grados crecientes de coacción, con riesgo cierto de ir hacia la destrucción.
Tal vez por ello, el discurso del miércoles de la Presidenta fue tan bienvenido. Entre los múltiples sectores que apelaban al diálogo como salida privilegiada de la crisis, el discurso despertó expectativas favorables y hasta mostró cierta condescendencia hacia la evidente contradicción entre el discurso de CFK y el de los otros dos oradores, quienes volvieron a utilizar dispositivos enunciativos en los que la violencia verbal, la lógica amigo-enemigo, la relimitación de identidades entre los unos y los otros estuvieron presentes. Discursos en los que la intemperancia y la violencia verbal coquetearon –sin siquiera sonrojarse– con apelaciones a la conciliación y al diálogo.
Contradicciones que el Gobierno debería tomar en cuenta si, como creo, decide enfrentar el desafió de lograr el efecto de credibilidad que necesita para comenzar a revertir los humores negativos que la opinión pública viene expresando.
Es clara la necesidad de un cambio cultural. Quién puede dudar sobre la reducida destreza que están teniendo en la actualidad las estructuras institucionales –especialmente las políticas– para hacer frente a los desafíos de las cada vez más complejas interacciones sociales, las redes virtuales y los innumerables intercambios contractuales que multiplican la presencia de conflictos por bienes materiales, psíquicos, de naturaleza política, afectiva o ética.
Teóricamente, un conflicto social o político puede: “a) suprimirse, es decir, bloquear su expresión por la fuerza, típico de los sistemas autoritarios; b) resolverse, es decir, eliminar las causas de las tensiones, alternativa también poco habitual, o c) reglamentarse, proceso intentado más frecuentemente a partir de la reformulación de reglas aceptadas por los participantes” (Ponieman, 2007). Liderazgo y negociación son componentes básicos de la reversión del proceso conflictivo. La clave es comprender que el verdadero enemigo no es el otro sino el proceso que me separa del otro.
La crisis sociopolítica que eclosionó en diciembre de 2001 fue percibida por la población como un proceso de decadencia y desestructuración del sistema normativo general, una ruptura del contrato social, con pérdida del rumbo colectivo e incertidumbre generalizada.
La crisis expuso también las limitaciones de un ethos argentino en que la delegación y la falta de compromiso emergen como símbolos. Así, las demandas planteadas por la sociedad para acceder a la salida de aquella crisis se orientaban en torno a tres esferas: la urgencia de un marco económico y social integrador; la eficacia de un marco gestionario-administrativo dirigido a las respuestas esperadas por parte del Estado y la demanda de un marco político e institucional capaz de mejorar la Justicia, transparentar el sistema político y mejorar la calidad de vida y los derechos de los ciudadanos.
Y aunque la reacción social de 2001 impulsó algún nivel de toma de conciencia por parte de la dirigencia, parece sobrevivir aún una característica de la cultura argentina, que probablemente sea uno de los factores que inhiben un verdadero crecimiento y madurez como país: diagnosticamos los problemas pero no los resolvemos. Los conflictos los encapsulamos y los sostenemos en un doble discurso que no resuelve nada. Y es ésta la incapacidad de procesar y resolver las complejas y heterogéneas demandas de la sociedad en términos de consenso más que de puja y conflicto irreducible de intereses, lo que deja al descubierto el aún existente ensanchamiento de la brecha política entre dirigencia y sociedad.
A diferencia de lo que observábamos en décadas pasadas entre los atributos demandados como cualidades de un líder para el país, emerge hoy un elemento antes no tenido en cuenta: un perfil dialoguista y buscador de consensos, junto con otros como la sensibilidad social, el cumplimiento de promesas y la valentía para tomar decisiones.
Bajo cualquier consideración, Argentina tiene aún pendiente la delicada tarea de reconstrucción política e institucional. La etapa de la salida de la crisis ya pasó. Más aún, y contra lo que muchos pregonan, el “arte de la política” es hoy más necesario que nunca y no menos, como cierto discurso antipolítico parece presumir.
*Socióloga, analista de opinión pública.