COLUMNISTAS
Violencia en el futbol

¿Qué hay de nuevo, viejo?

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Aunque ya parezca repetitivo, nunca está de más insistir en que el “flagelo” de la violencia en el fútbol no se restringe a las “barras bravas”. Primero, porque no hay tal flagelo –una peste enviada por un dios para castigar a poblaciones inocentes–, sino conductas y prácticas perfectamente explicables y en consecuencia perfectamente solucionables, si se partiera de diagnósticos correctos, de políticas consensuadas y extendidas en el tiempo y se avanzara con audacia política. Segundo, porque limitar el problema a “los violentos” (como hace casi toda la prensa deportiva, toda la dirigencia deportiva y toda la dirigencia política) implica en realidad escamotear dos cuestiones claves: el carácter estructural de la violencia –es decir, que no se restringe a ciertos individuos excepcionales llamados “violentos”– y la responsabilidad directa (no complicidad: responsabilidad) de las dirigencias deportivas y políticas, nuevamente.

Lo único novedoso es que lo que ha venido ocurriendo en el fútbol argentino en el último año demuestra palmariamente lo que acabo de afirmar: ya no se trata de diagnósticos sociológicos, abstracciones teóricas o descripciones ideológicas –ahora que la ideología está tan desprestigiada–, sino de simplemente ver todo lo que pasa y poner una cosa atrás de la otra, algo que cualquiera puede hacer si se lo propone. El carácter estructural de la violencia futbolística quedó largamente demostrado en los sucesos de la Bombonera de mayo pasado: cuando los actores centrales no se limitaron al pobre Panadero (a esta altura, un gil), sino que incluyeron a jugadores locales que agitaban a sus hinchas contra los rivales; a rivales que un día después se burlaban por las redes sociales de los locales; a árbitros que no sabían cómo suspender un partido; a dirigentes que presionaban para que se hiciera de cuenta que nada había pasado; a periodistas (bueno, Fernando Niembro) que reclamaban la continuidad del juego; a un tal Burzaco, un buen muchacho hoy injustamente perseguido por el FBI, que se paseaba por el campo buscando aliados para continuar el desaguisado; y a cuarenta mil personas que sostenían (lo siguen haciendo) que los jugadores afectados por el famoso gas eran putos que no tenían los huevos suficientes para seguir jugando.

Pero lo más aberrante, y a la vez la demostración final de que este estado de cosas no puede limitarse a “los pibes de la hinchada”, es que los sucesos se prolongaron en la información no refutada de que Mauricio Macri, entonces jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y candidato presidencial, intermedió con las autoridades de la Conmebol a través del presidente paraguayo para que la sanción a Boca Juniors (que en un país serio debió haberse extendido a un par de años expulsado de las Copas internacionales) fuera atemperada. En esta semana supimos que la sanción leve aplicada en junio fue objeto de una graciosa reducción: la mediación, finalmente, fue eficaz (posiblemente, más eficaz dado el ascenso de Macri a puestos de mayor responsabilidad).

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Entonces, ante ese cuadro, la repetida proclama de la lucha inclaudicable para “que vuelva la familia a los estadios” –aunque los estadios jamás fueron un paseo familiar– ya no nos causa una sonrisa, sino vulgar indignación. Los incidentes entre los jugadores platenses fueron simplemente consecuencia de esa condición estructural: las patadas en el campo son la extensión lógica de hinchas que llevan banderas del rival al estadio para exhibirlas y quemarlas, de dirigencias que las sostienen económicamente usando la ingente cantidad de dinero clandestino que generan, de policías que acuerdan la entrada de esas banderas prohibidas, de “hinchas comunes” que festejan toda la serie de desmanes cometidos tanto por “los violentos” como por sus jugadores.

Ante ese cuadro, apenas nos queda preguntarnos si las peleas entre jugadores no serán una estrategia para distraer la atención de todo lo anterior. O, incluso, para hacernos olvidar de lo mal que juegan.

*Doctor en Sociología.