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Que llueva, que llueva

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Noche de lujo, la noche de las estrellas aunque no hayan sido estrellas sino pedacitos de Faetón, ese     que era hijo del Sol y por lo tanto se le acercaba bastante y le pedía que le contara cuentos o que lo subiera a sus rodillas. Y qué. Una puede abrevar en todo lo que imaginaron aquellos grecios de la antigua Roma, como llama una amiga a aquellos que echaron las bases de tantas disciplinas, tantas y tan disímiles, y a los que acudimos cuando hablamos de filosofía, de matemáticas, de política, de, bueno, basta, de casi todo lo que hoy encontramos en internet, estimado señor. Una sabe además que se ha pasado media vida mirando para arriba y no siempre vigilando a las Cefeidas o a las Gemínidas. Cuando una era una mocosa que no levantaba esto del suelo, ya miraba para arriba, de día para controlar la luz porque en cuanto oscurecía a una la mandaban a tomar la sopa de sémola y a la cama. De noche porque alguna tía o algún abuelo decía miren qué Luna. En las fiestas de fin de año y principio del otro para ver pasar a los Reyes, sí, a los Reyes Magos. Porque entonces no andaba por acá ese gordo  pavote que dice jo jo jo y se abriga demasiado, no, querida señora, ese personaje no tiene un corno que ver con nosotros. Nosotras, ¿se acuerda?, armábamos el pesebre y mirábamos para arriba por si alcanzábamos a espiar a los tres Reyes en sus camellos portando los reales regalos. A veces sí, a veces los veíamos, claro que sí, a esa edad se ven esas cosas. Ahora vemos a las Cefeidas y eso también es sensacional porque llueven. Además son todas distintas y cambian la intensidad de sus brillos y vienen vienen, caen caen y los señores que saben mucho de eso nos explican para que aprendamos y no se dan cuenta de que no hace falta (a menos que usted quiera convertirse en astrónoma cosa que no me parece nada mal, al contrario) porque es más misterioso y atrayente no saber nada e imaginárselo todo. Llueven diamantes, por ejemplo. Llueven “las lágrimas de una novia/ por el amor que perdió”. Llueven las perlas del collar de la madrastra de Cenicienta, bien hecho, qué se cree la tipa esa. Llueven las lentejuelas de las coronas que usan los querubines. Llueven gotas del esmalte (plateado) de uñas que usan las hijas de los dioses. Llueve una catarata de semillas de guapurú. Llueven pedacitos de un mundo liliputiense que se desintegró cuando los amabitos (¿usted sabe lo que son los amabitos, estimado señor? La próxima vez se lo cuento) lo abandonaron. Llueven terrones de uno de los anillos de Saturno herido por un meteorito gigante que perdió el rumbo en el vasto universo. En fin, de todo llueve y nuestro mundo, tan verde, tan amable, tan paternal (y maternal, cómo no) es la platea ideal para ver llover. Llueve, querida señora, estimado señor. Llueve. Mire para arriba y dígame qué ve.