Verdugos: –¡Unta! ¡Afila! ¡Fuego y sangre…!
Multitud: –¡Fuego y sangre!
Verdugos: –Con garfios y con cuchillos...
Multitud: –Oh, dulces amantes, ¡adelante…!
Verdugos: –¡…les vamos a arrancar la piel!
‘Turandot’ (1924), Acto I. Otro pretendiente falla y no resuelve los tres enigmas de la princesa: será decapitado. De Giácomo Puccini (1854-1924)
No seré amable, señores. No soporto a este fútbol patético, convertido en una guerra de idiotas. Basta de eufemismos. Es ridículo llamar “folclore” a cualquier animalada, confundir pasión con rabia y celebrar a cualquier débil mental que cuenta por la televisión, orgulloso, cómo en lugar de asistir al nacimiento de su hijo terminó en la cancha, alentando. No, no es gracioso ni pintoresco. Es enfermo, indignante. Han convertido al fútbol en la mejor excusa. Por allí estalla un cuerpo social enfermo, mediáticamente estupidizado, vaciado, excluido durante años.
Estoy harto de escribir lo mismo. Y culpo más al imbécil de vocación que al marginal que jamás tuvo la oportunidad, siquiera, de respetarse a sí mismo. Ciertos dirigentes de fútbol, por ejemplo. Esa clase B de la política que negocia, protege, usa a los barras y se deja usar, en parte porque los necesita, y mucho porque los admira. Víctimas de un estrafalario síndrome de Estocolmo futbolero, terminan fascinados con ese ejército de energúmenos de elite y su cultura del “aguante”. ¿Qué más puede decirse de alguien que elige usar la palabra “aguante” en lugar de “valor”? ¡Es casi una confesión! ¿Tener aguante? Qué aspiración tan modesta, diría Borges que, desde luego, jamás pensaría que hablamos de guapos en serio, cuchilleros de ley. Y no, maestro. No son.
La pica entre Vélez y San Lorenzo arrancó hace casi treinta años, en Liniers, cuando los niños del club, aún virgen de títulos, se maravillaban con las multitudes azulgranas que alquilaban y llenaban el estadio. Alguna vez, ya en el Nuevo Gasómetro, hubo un desfile de peñas de todo el país para demostrarles cuántos más eran. La respuesta, en la revancha, fue un desfile de copas internacionales. ¡Ops! Que estas inocentes gansadas de colegiales hayan terminado en una matanza no sólo es producto de la estrechez mental de grupos marginales. No. Además, hay tarados con carnet que legitiman el estado de las cosas desde los medios. Ay.
“Y, hubo provocaciones… Todos sabíamos que la cosa iba a terminar mal”, dijo uno de ellos apuntando hacia Abdo y Raffaini, los dos presidentes que, inocentes o despistados, intercambiaron banderines y sonrisas dos días antes de la catástrofe. A ver, ¿qué debían hacer? ¿Declarar oficialmente las hostilidades? ¿Rendirse? ¿Guardarse, justo en un país que sale a la calle para pelear por lo que quiere y lo que no?
Los hinchas, sensibilizados por la muerte de un colega, pensaron que lo mejor era no jugar, así que… rompieron todo. ¿Tragicómico? No menos que las razones esgrimidas por la ONU para justificar el bombardeo a Libia: “Proteger a su gente”. Ah, bueno. El mundo está lleno de barrabravas con corazón, muchachos.
No es fácil, ya lo sé. Hay presiones políticas, protección, purgas en la Policía, zonas liberadas y una inmensa corrupción alrededor del fútbol. La Comisaría 44, para colmo, se anota en todas. Nadie sabe por qué murió Ramón Aramayo, ni por qué se resistió al cacheo, ese humillante sistema manual que detecta pilas gordas, hebillas o encendedores, pero que deja pasar obuses, cimitarras, ametralladoras y toda la artillería de la barra brava, corazón del show for export, prueba de nuestra inigualable pasión. Aj. Creo que voy a vomitar.
Hay quienes proponen jugar a puertas cerradas. Ah, ¡genial! O prohibir al público visitante como en el Ascenso, lo que sería ideal siempre que a los locales les vaya bien. ¿O no han visto a los plateístas de Boca insultando y escupiendo a sus jugadores sólo porque tienen el mal gusto de no ganar? Caramba. ¿Qué hacer? ¿Jugar en la clandestinidad? ¿Tirar una moneda al aire? ¿O arreglar con Tinelli y hacer algo en su programa? Allí, por lo menos, los sponsors sobran.
Por si sirve, les acerco una amable sugerencia de Yoko Ono, la viuda del hincha de Racing. Se llama Pieza de escondite, fue escrita para su libro Pomelo (1964) y dice así: “Esconderse hasta que todos se vayan a sus casas / Esconderse hasta que todos se olviden de uno / Esconderse, hasta que todos mueran”. No es mala idea. Sobre todo, para algunos.
La gélida e inaccesible princesa Turandot sometía a sus pretendientes a la prueba de sus tres enigmas: el que fallaba, era decapitado. El tártaro Calaf, desconocido en Pekín como Teo acá, llegó en ganador y metió los tres al hilo. Hubo bardo, así que definieron así: si Turandot adivinaba su nombre antes del alba, él moriría. ¡Que nadie duerma!, ordenó la princesa mientras sus soldados apretaban gente para conseguir la data. Es allí cuando Calaf canta Nessun dorma. La ópera es larga, el final feliz, pero ni Puccini pudo disfrutarlo: murió antes de terminar la partitura final, que fue completada por Franco Alfano.
Demasiada muerte, compatriotas. Que nadie duerma más. Es hora de decir basta.