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La sola mención de su nombre en los cables de las agencias sepultó la docena de personajes detestables del fútbol argentino.

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Victor Hugo morales |

La sola mención de su nombre en los cables de las agencias sepultó la docena de personajes detestables del fútbol argentino. Se replegaron como un ejército del diablo ante el avance de una cruz, los entregadores, los financistas, los ladrones que entran hasta la caja fuerte y los que sólo sirven para espiar en la esquina del banco de los sueños. Las seis letras de su apellido, ése que es más fuerte que su nombre, pasaron como los dientes de un rastrillo, llevándoselos contra el cordón de la vereda de la información hasta que algún día pase el camión de la basura a buscarlos. Sólo dos tardes, una de ida y otra de vuelta, aquellos que lo aman, no podrán acompañarlo en el sufrimiento de sus locas corridas por la línea lateral de la cancha. Casi que le pedirán disculpas por no desear que gane en esos dos únicos días. Pero en el resto, los aficionados tienen dos selecciones para sufrir. Se había retirado a un convento con el hartazgo que provoca el mundo. Monacal, austero, simplemente, dijo “adiós” sin decirlo. Con el tiempo, hasta los necios lo quisieron. Sus jugadores lo siguieron amando y allí donde hay una charla distendida con los periodistas suelen vidriarse sus ojos cuando cuentan que no sólo “era” un tipazo, sino el que más los asombró. A ellos, los mimados que juegan bajo la batuta de los nombres más prestigiosos del mundo, les sigue pareciendo el mejor. No los elogió nunca, no dijo que alguno de ellos era mejor que el del pie de Dios. No utilizó la vieja franela de los que disparan elogios fáciles para que después retornen a ellos. Hace poco, hasta el Perverso dijo lo mismo. “No me dirigía la palabra, yo no existía...Pero con él fumás, no lo podés comparar”, dijo en una de esas ruedas en las que se hace el bueno ante los aburridos periodistas que cubren las largas copas en un solo país. Durante años construyó un equipo implacablemente muy audaz. Desestimó la especulación. Dejó plantado al pragmatismo. Desautorizó al miedo. Persuadió a los que creen que si marcan a su defensor, no pueden ir luego con la misma fuerza al ataque. La mayoría de las veces arrinconó a sus adversarios, pero no sólo en la comodidad del estadio propio, sino también ante los perplejos públicos de los países donde jugaba su equipo. Desairó a los periodistas que son“de fútbol, pero no lo aman, los desinteresados del juego, los proxenetas del escándalo. Cada conferencia fue una tortura para los que buscaban el título del diario del día siguiente. Para eso no sirven los temas de los equipos cortos, solidarios, verticales. La explicación del juego. Lo detestaban porque no era vicioso y confidente, porque los trataba de igual a igual, y a todos por igual, como personas, y no como si fueran unas ratitas útiles a las que, despreciando por dentro, se les destina una broma zumbona y grave. No podían quererlo los empresarios que todo lo compran ni sus empleados vividores de notas exclusivas, arrancadas con el dinero o la protección. Los amantes del discurso fácil no toleraban la dificultad para entender lo simple. Tuvo y tiene el poder de los que no aman el poder. Convenció con la ética de la coherencia, del trabajo, de la honestidad intelectual de cada uno de sus actos. Ganó y perdió con sus armas sin renunciar a lo que creía, aunque su franqueza fuera el dato que hacía más viable confrontar con su estilo. No robó protagonismo a sus dirigidos. Fue al rincón más alejado en el éxito, y puso la cara en los días de la derrota. Un día se fue y ofreció, por fin, un gran titular para los suplementos. Allí tenían los amantes de las letras grandes la portada vendedora de la que suelen vivir. Como a los príncipes en el exilio, lo fueron a buscar con tesoros que no lo convencieron. Pareció que su destino era el olvido, el bienamado olvido de los que buscan en la soledad el refugio final que los ponga fuera del alcance de un mundo amarillo, procaz, mentido y cínico. Ahora que vuelve, hecho casi una leyenda, se le desea lo mejor. No tanto por él, como por los que recuperan, no sin sufrimiento anticipado, el deseo de creer que así sea a través del fútbol, se puede aspirar a un universo más habitable. Lo espera un color rojo que condice con su pasión por el juego. Lo acompañan los vientos a veces hostiles de la extranjería. Atraviesa una montaña peligrosa hacia una región postergada sin victorias en el fútbol. En la maleta, sus certezas. En la mirada, una cierta nostalgia. En el alma, la locura y la lucidez de los hombres que son distintos por parecerse tanto a lo que sueñan.