Hace tiempo que el Palacio de Versalles empezó a recomprar lo perdido tras la Revolución. Sus autoridades y curadores se enorgullecen de armar exhibiciones de muebles, pinturas y utensilios rescatados, por ejemplo, de manos de los ingleses. Mucho había sido adquirido por María Antonieta cuando se devanaba en la comprensible tarea de hacer rancho aparte. Como Virginia Woolf, sabía de las bondades de un cuarto propio. Primero se cobijó en unos aposentos ocultos dentro del Palacio, a los que volvería años después, pero para escabullirse de los revolucionarios. Los llenó de sillones, mesitas y estampados con ananás, pajaritos y flores. Fanática de la moda y la decoración, fue una marcadora de tendencia o, puesto en términos aún más actuales, una influencer capaz de hacer aumentar las ganancias de tiendas y manufactureros por calzarse unas botitas o elegir un tapizado para la pared. También redecoró el Pequeño Trianón, donde por un período pudo gozar de una relativa intimidad, en contraste con las instalaciones principales en las que los monarcas despertaban, se vestían y comían frente a decenas de espectadores. Después de tener hijos, se aisló todavía más, trasladándose a su famosa pequeña aldea. Aunque la arquitectura exterior parezca un decorado campestre diseñado por Walt Disney, los suntuosos interiores resplandecen con telas bordadas a mano, maderas pulidas, porcelanas japonesas y los dorados versallescos de rigor.
A sus distintos refugios la acompañó la armada que debía dejarla estéticamente bien parada frente a contemporáneos y futuras generaciones. Para ser un ícono fashionístico se necesitan estrategas duchos y perspicaces. Léonard Autié, el peinador al que por medio de la influencia real convertiría en empresario de teatro, fue el encargado de las esculturas capilares que marcaron sus apariciones públicas y su imagen póstuma. Después de probar con varios retratistas, se quedó con Marie Louise Élisabeth Vigée Lebrun, la única, según su criterio, capaz de hacerla ver linda, mientras que Rose Bertan, calificada por los franceses como la primera estilista de la historia, la asesoró y la vistió. Cuando su marido Luis XVI la puso a cargo del entretenimiento de la Corte, María Antonieta comenzó a consultar a Bertin, quien, al igual que el peinador, ascendió gracias a la intercesión real. Pese a su cuna plebeya, alcanzó una influencia muy significativa en el vestir de la nobleza internacional, ocupándose incluso de otras reinas. La apodaron Ministra de la Moda.
En los primeros días de la Revolución, cuando el lujo empezó a verse como una herejía, Bertin se negó a vender lo que llamaba irónicamente vestidos “igualitarios” y “pañuelos constitucionales”, aunque hizo algunas concesiones en virtud de la austeridad, porque el estilo del Antiguo Régimen, con su necesidad de materias primas muy caras y el servicio permanente de costureras, bordadores, zapateros, trenzadores, botoneros, sombrereros, perfumistas y joyeros, además de varias asistentes que debían ayudar a sus empleadoras atando corsés, poniendo enaguas y fijando telas con alfileres, estaba condenado al fracaso. Fiel y agradecida, siguió proveyendo de trajes a su musa y benefactora después de que la familia real fuera puesta bajo arresto domiciliario. De su tienda parisina salió Le Grand Mogol, el vestido que María Antonieta lució en el traslado a la Conciergerie, donde pasaría los 76 días previos a la guillotina. Sin la Reina, la fama de Bertin se fue desintegrando. Murió empobrecida y anónima en 1813. De su talento combinado con el de Lebrun surge la famosa pintura para la que, desdeñando su envestidura, María Antonieta posa con el pelo suelto y una prenda que las abuelas y bisabuelas argentinas llamarían batón. Conocido como chemise à la reine, era un diseño de Bertin hecho en muselina, con la cintura marcada y las mangas largas y fruncidas. Sin los adornos ni estampados habituales, esta imagen despojada cargó con el repudio de los seguidores de la Reina y el cuadro fue cancelado primero, y rescatado después.
Pero: ¿qué pasó con la ropa? Por increíble que parezca, solo queda un corsé. Es que la política de los años más dorados de Versalles consistía en regalar a damas de compañía y otras mujeres de la corte todo lo que la Reina descartara, como una suerte de aguinaldo, plus o quizás compensación por guardar secretos. Gracias a este gesto extraño que parece prefigurar, desde el corazón de la monarquía, algo del espíritu revolucionario de la igualdad, la ropa de María Antonieta rodó por manos anónimas hasta hacerse irreastreable y llegar a los negocios de usados. ¿Cuántas aspirantes a burguesa o mujeres pobres de Francia se habrán vestido de reinas?, ¡aunque veladas por el manto de la ignorancia!