Las crisis mueven las ideas, erosionan los consensos existentes y abren oportunidades para ensayar nuevas políticas. La presente crisis, desde su estallido inicial en Wall Street hace dos años hasta su manifestación actual en Europa, ha reabierto el debate sobre la disyuntiva ajuste vs. expansión. ¿Deben los gobiernos gastar más o gastar menos para hacer frente a la retracción de la economía y el creciente desempleo? El dilema no es si más o menos “populismo”, como a veces parece que se plantea entre nosotros, sino acerca del papel del déficit en la generación de la crisis.
Los gobiernos siempre gastan por distintas razones. Los técnicos definen enfoques de política económica, los cuales pueden ser más o menos proclives al gasto público. Pero los políticos normalmente necesitan gastar para responder a demandas de los grupos sociales a los que representan. Además, los gobernantes a veces gastan para obtener votos –el gasto “populista” propiamente entendido–. En otras palabras, no todo es tecnicismo económico en la determinación del gasto público.
En la presente crisis ha aparecido otro eje de debate: ¿qué hacer con los bancos? Este no es un tema puramente político, los bancos han desempeñado un papel tan activo en la generación de la crisis que muchos gobiernos del mundo se ven hoy ante la necesidad de replantearse los marcos que regulan la actividad de la banca. En Inglaterra, por ejemplo, el debate ha ido tan lejos que hace unos días pudo leerse a un comentarista de prensa que se cuenta entre los más “liberales” de su país preguntándose si el proyecto de ley de nacionalización de la banca que se presentó en los tiempos del gobierno de Harold Wilson, y que no pasó, no hubiera sido una buena idea. El presidente Obama ya ha logrado pasar por el Congreso una reforma bastante profunda del sistema financiero –excesivamente profunda para algunos, tímida e insuficiente para otros–. La disyuntiva es cómo poner límites a los márgenes de acción que tienen las entidades financieras sin destruir el sistema financiero. En ese plano también hay en todas partes una cuota de debate técnico y una cuota de pura política.
Hay un tercer tema que parece cada vez más actual y central: ¿cómo evitar que siempre quienes pagan más son quienes tienen menos? En el plano de la distribución de los costos de las crisis, y del gasto público, entre los distintos sectores de la sociedad, hay pocos criterios técnicos y mucha política –a menudo demasiada– disfrazada de ropajes retóricos e ideológicos. La realidad tiende a terminar siempre de la misma manera: los costos de las catástrofes, de los problemas inesperados o de los desaguisados que hacen los gobernantes los pagan, ante todo, los contribuyentes, los trabajadores y los más pobres. Esto ha sido siempre tan central en la lógica del funcionamiento del mundo que pocas veces la gente que pertenece a uno o más de esos tres grupos se pregunta por qué le toca a ella la cuenta más alta de la factura total.
En la Argentina, por ejemplo, los más pobres no se preguntan por qué tienen que pagar relativamente más impuestos –sobre todo impuestos directos– que los más ricos, disponiendo de menos y no de más servicios. A veces los gobiernos hacen “populismo” con los pobres, esto es, aplican parte del gasto a proporcionarles ingresos o beneficios directos, que generalmente son de baja cuantía; pero por otro lado todo el mundo parece estar de acuerdo en que los pobres paguen las cuentas de otros, como por ejemplo la educación superior de la que no hacen uso. Hay países en los que algunas empresas consiguen subsidios compensatorios de la baja de actividad económica que las afecta; los trabajadores raramente consiguen algo equivalente cuando tienen menos trabajo. En otros tiempos, los contribuyentes se preguntaban cuánto pagan de impuestos y qué reciben a cambio; de hecho, ese solía ser un motivo central para decidir votar a un candidato. Hoy casi nadie considera ese factor como un motivo para votar; de los impuestos a lo sumo sólo se espera que no suban demasiado, ya no se espera que, cuando los gobiernos tienen superávit, bajen los impuestos.
En muchas partes cada tanto resurge en las sociedades la demanda de menor gasto público, “menos gobierno”. Generalmente es una demanda conservadora, pero no siempre se entiende su origen. El “tea party movement” de hoy en Estados Unidos, el retorno de la línea fiscal dura en Inglaterra con el gobierno de Cameron, no marcan tanto una vuelta al conservadurismo político como una nueva ola de demandas de los sectores sociales que pagan más las facturas de las crisis y de los manejos políticos de los presupuestos nacionales.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.