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Sí, ya sé que el mundo es ancho aunque no sé si ajeno. La frase siempre me gustó; vea usted, querida señora: el mundo es ancho y ajeno. Sí. Pero también no. ¿Cómo que no puede ser? Sí que puede. Hay tantas cosas que no pueden ser y por suerte o desgraciadamente son, que una se queda absorta y empieza a dar vuelta por las circunvoluciones cerebrales propias y ajenas a ver dónde se equivocó. No se equivocó nada, le aseguro. Ajeno por extraño y al mismo tiempo tan familiar como el viejo sillón de hamaca que está en el living y que fue de la abuelita y ya es de todos los que vivimos en esta casa. Y la prueba de eso, de la ajenidad y la extrañeza, es que el adjetivo le viene bien pero que al mismo tiempo casi todos los adjetivos le vienen bien y hay que exprimirse los sesos para caracterizarlo. Ajeno, sí. Pero nuestro, complicado, maravilloso, espléndido, invasor, distante, preciso, laberíntico y así de seguido una cosa detrás de la otra contradiciéndose siempre pero fuerte y decidido a no dejarse vencer, a no dejar que lo eliminen. Y si no fuera así, ¿dónde viviríamos? ¿En un paraíso aburrido siempre igual, favorable, espero, y sin embargo indeseable porque el alma o eso que llamamos alma pediría color y olor y música siempre distintos? Creo que ya lo tenemos. El mundo ancho y diverso, lleno de recovecos, contradicciones, sorpresas, olvidos y temores y felicidad y desdicha, complicaciones, facilidades, dificultades y soluciones y atajos para llegar a buen puerto. Y es todo eso lo que nos mantiene vivos y dispuestos, a pesar de todo y de nada, a inventar soluciones, a veces incluso para problemas que todavía no se nos han presentado. Vea usted, por ejemplo, estimado señor, lo que es la chifladura de la gente, lo que ha sido a través del tiempo. Grandes ideas que alguna vez estuvieron arrumbadas en el desván de los disparates: el teléfono (¿hablar a un aparato     que a través del aire va a llevar nuestra voz a otro aparato?, ¡qué locura!), el ferrocarril (una idiotez, si todos tenemos caballos y además a esa velocidad la gente va a quedar sorda y ciega y va a vomitar sangre, qué horror), ¿un globito de vidrio que tiene adentro un filamento que se inflama y da luz?, (pero vamos, estallaría el vidrio y además tenemos velas y faroles, ¿para qué queremos esas locuras pasajeras y completamente inútiles?). No todas las cosas, aparatos y vehículos y demás, no todas fueron rechazadas al principio pero sí muchas, creo que hasta incontables. Por suerte nos asiste ese mundo inflamable, inesperado y multifacético (no quería usar esta palabra pero qué se le va a hacer, no encuentro otra) que conocemos con el nombre de imaginación. Ahí sí que nos detenemos y si nos alcanza el aliento agradecemos a los dioses, el destino, la naturaleza o lo que sea, el regalo de esa exploración del mundo y del universo, tan válida como las sondas, los telescopios, los satélites, etc., ah, no, perdón, mucho más segura y eficiente porque es omnipotente y podemos usarla despiertos, dormidos, borrachos, cero alcoholemia, mientras caminamos, comemos o miramos tevé. Y si no me cree dese una vuelta por la narrativa fantástica o por todos los proyectos que hasta hoy parecen irrealizables. Está bien, todavía no hemos ido a Marte pero ya sí a la Luna; todavía no hemos vencido al cáncer como a la tuberculosis o a la polio aunque de vez en cuando haya casos de eso, pero ya lo borraremos de nuestro horizonte. Ahí vamos, por otra parte, a eliminar enfermedades, sabiendo que otras se presentarán y que no somos inmortales. Por suerte. Pero así como existieron señores y señoras como Ursula K. LeGuin o Jules Verne o Philip K. Dick, hay gente por ahí que imagina cosas entre las cuales algunas morirán antes de nacer y otras se convertirán el algo útil y familiar. Le digo desde ya que existe un señor chino cuyo nombre me es imposible reproducir, al que le da por esas cosas y piensa por ejemplo en perforar la bóveda celeste. ¿Qué tal? Y bueno, hubo otro que nos imaginó derrotando la flecha del tiempo. Será, tal vez. O no. Pero prestemos atención, yo sé lo que le digo.