Decíamos ayer, en la columna de la semana pasada, y continuamos ahora con el tema del Nobel de Literatura. Por principio, casi nunca leo a los galardonados, excepto que los haya leído antes, pero esta vez hice una excepción a esa regla y me asomé a pispear un adelanto del último libro de Krasznahorkai que ya publicó aquí editorial Sigilo. Y lo que me llamó la atención del texto, más allá del delicado diseño de una prosa bordada que parece aspirar a los dones de la verdadera literatura (y quién te dice, quizá los tenga), fue que, apenas iniciado el relato, el húngaro introduce como personaje al príncipe japonés Genji, protagonista de la milenaria novela de Murasaki Shikibu (Genji Monogatari. Tomo 1, Esplendor. Tomo 2, Catástrofe), a quien la tradición hegemónica llama “la Marcel Proust de Oriente” a cambio de afirmar lo obvio, teniendo en cuenta el antecedente y el consecuente, y es que en todo caso el francés fue, nueve siglos más tarde, “el Murasaki Shikibu de Occidente”.
Ahora bien. Más allá de los motivos que László K. tuvo para incluir al príncipe nipón dentro de su último libro, me quedé pensando en algo sobre lo que debo de haber escrito alguna vez en estas mismas páginas y que tal vez se justifique repetir, ya que uno siempre piensa y hace lo mismo con las sutiles variaciones que le dan color a la vida , y es el hilo secreto que une a Shikibu y su obra extensa e intensa con la brevísima de Benjamin Constant, a quien por mi parte considero precursor de Proust en el rubro “novela psicológica”.
Un pequeño aviso antes de seguir.
En unos meses, una refinada editorial argentina reeditará Cecilia, la obra póstuma inconclusa de Constant, en traducción atinadísima de Silvina Bullrich, publicada hace exactamente setenta y dos años. Ese hilo que une a los protagonistas de sus dos novelas autobiográficas (la otra, claro, es Adolfo) con el “príncipe resplandeciente” es la ambivalencia, la debilidad, el “costado femenino” del conquistador masculino. En Constant todo es tormento e introspección. Escribe sus dos novelas como un abismo plano a investigar, un laberinto por el que hay que correr a toda velocidad y que estructura su narración a los saltos, a los asaltos de autoindagaciòn y padecimiento amoroso, en tanto que en la novela de Murasaki Shikibu todo es deslizamiento, variación elegante, amabilidad e impermanencia, el suave y lento cortejo del romance con la decadencia y la desgracia. ¿Hablará de algo de esto el nuevo libro del nuevo Nobel? Habrá que leerlo. Entretanto, resta desear que nuestro columnista estrella Quintín, que tanto arrima el bochín a los escritores nobelizables, arriesgue unos pesos en las casas de apuestas que se ocupan del asunto, que apueste y y acierte con los próximos ganadores, así completa los soberbios emolumentos por su labor en PERFIL y paga una cena en alguna parrilla palermitana a sus compañeros de columna.