Llego a Quito por la tarde. Aunque aún es primavera, el sol quema como fuego. El taxista me dice que cada año es peor. No sé por qué no prende el aire acondicionado del coche, será porque todavía no llegó el verano, porque qué va a quedar para entonces si no. El sol pega sobre el parabrisas y mi ventanilla (me pidió que me sentara adelante, junto a él) y siento que la cara me arde. Sin embargo, cuando veo gente a la vera de la autopista con carteles enormes ofreciendo helados y heladeritas de telgopor que llevan colgando sostenidas por una cinta alrededor del cuello, me avergüenza mi queja interior. Son venezolanos, me dice el chofer, que repara en la dirección de mi mirada. Vienen aquí y trabajan vendiendo helados en la calle, agrega con fastidio, como si fuera un trabajo preciado que les están robando a los ecuatorianos. Es peligroso, le digo viéndolos parados justo donde termina el asfalto y empieza la montaña: no hay banquina donde estar seguros. Pero él solo escucha peligroso y dice que sí, que Quito era una ciudad tranquila hasta que llegaron ellos.
En los pocos días que voy a estar en la ciudad escucharé otras veces la queja contra los inmigrantes venezolanos y también voy a ver mucha gente en la calle caminando bajo paraguas, no sombrillas: paraguas que ofician de parasoles. Es mi primera vez en Quito y casi que en Ecuador: estuve una vez hace un par de años en Guayaquil. Quito me parece más bonita, un caserío antiguo acomodado en las faldas de los volcanes.
Una tarde vamos a pasear con Daniela, una de mis anfitrionas. Vivió doce años en Buenos Aires, en el mismo barrio donde vivo yo, al mismo tiempo. Siempre me sorprende eso de Buenos Aires: haber estado tan cerca de alguien con quien podríamos ser grandes amigas y no habernos cruzado nunca hasta ahora, cuando nos separan miles de kilómetros. Vamos al centro histórico, recorremos algunas iglesias: son tantas que no nos alcanzaría el día y tampoco yo soy muy de corretear por las iglesias. Entramos a la de La Compañía, toda revestida en oro: aquí cobran entrada. En la de San Francisco, que es muy linda también, no. Caminamos un poco. Las calles están llenas de turistas. Quito es patrimonio de la humanidad desde 1978.
Daniela me propone ir hasta el café Mosaico, un bar que tiene una vista hermosa, llegando al parque Itchimbia. Volvemos al auto, volvemos a rodar por las calles. El tráfico es infernal. Hablamos de su vida en Buenos Aires, en el barrio de Flores. Me cuenta que tuvo un hijo que nació aquí (aquí ya es Buenos Aires para mí) y también murió aquí: su vida brevísima duró apenas unas horas. Mientras me cuenta, llora. Conduce el auto, habla y llora. La miro y los lagrimones gruesos le corren por las mejillas, por debajo de los lentes para sol. Le acaricio el brazo, no puedo hacer otra cosa, ni siquiera sé manejar. Me dice que ya le pasó lo peor que podía pasarle en la vida, la muerte de su hijo. Pienso que sí, que si una tiene hijos no debe haber otra cosa peor. Pienso que en el fondo debe ser un alivio saber que no hay nada más espantoso que pueda sucederte.
El bar es precioso. Los dueños son miembros de una asociación proteccionista de animales, así que varios perros duermen en sus almohadones. Pedimos unos tragos. Creo que no hay nada más sofisticado que tomar tragos a las cuatro de la tarde. Nos asomamos al mirador, es una vista hermosa. Le pedimos a una turista que nos saque una foto. Daniela se ríe y dice que tiene los ojos hinchados del llanto. Y sí, en la foto se notan sus ojos inflamados y un poco más abajo una sonrisa luminosa.