En 2003 Néstor Kirchner llegó al gobierno con poco respaldo, una aparente dependencia del mentor de su candidatura y jefe del peronismo, Eduardo Duhalde, minoría en el Congreso y una mayoría de gobernadores poco afines. Su ambición no era someterse a la vaporosa pero persistente estructura del peronismo, sino convertirse en el líder de un nuevo proyecto político. Un proyecto atractivo para muchos peronistas que desde diez años antes estaban buscando definir nuevos proyectos en espacios también redefinidos. También atractivo para grupos con ideas de izquierda más estatistas o bien muy consustanciados con las demandas de revisión de la represión militar de los 70. Y –algo no menor– atractivo para muchos dirigentes no peronistas, mayormente pero no solamente radicales, respaldados por votos y comprometidos con los desafíos de la gestión local, cansados de sus partidos ya sin rumbo y sin votos y también deseosos de superar la línea divisoria perversa que la sociedad construyó y aceptó desde 1945: un país dividido entre peronistas y antiperonistas.
Esa mezcla fue atractiva en varios aspectos. Lucía como una de las posibles alternativas para abrir nuevos horizontes políticos. Cada uno de quienes adhirieron al proyecto y aceptaron el liderazgo de Kirchner podía tener diferencias parciales con uno u otro aspecto e incluso no sentirse cómodo con su estilo. Pero la política nunca ofrece productos homogéneos en envases muy atractivos; como se dice desde la antigüedad, lo mejor es enemigo de lo bueno. El paquete lucía bueno, aunque no fuese lo mejor imaginable. Así, sucesivamente, peronistas, radicales, grupos de centro izquierda y de izquierda más extrema, y algunos grupos de centro derecha se fueron sumando al nuevo proyecto político. Este contaba con un líder nuevo con alta aceptación en la sociedad, una economía creciendo a todo vapor, superávit fiscal y comercial –por lo tanto, un Estado a la vez financieramente robusto y dispendioso– y una oportunidad de imaginar un futuro más próspero y más estable para el país.
Como se dice en la Argentina, no anduvo; salió todo mal. Durante los primeros años, los resultados macroeconómicos fueron más espectaculares que los resultados políticos. Cierto, haber logrado en pocos meses pasar de un 22% de los votos y una situación minoritaria en el Congreso a índices de popularidad en el orden del 70 al 80% y mayoría legislativa propia no eran logros menores. Pero igualmente cierto, en la elección legislativa de 2005 el oficialismo apenas superó el 40% y en la presidencial de 2007 el 45%. Nada espectacular. Y eso contando a favor del oficialismo que la oposición estaba, atomizada, desorientada, carente de liderazgos y sin respuestas a las preguntas que la sociedad le formulaba: ¿por qué están ustedes tan furiosamente en contra de todo esto que funciona y nos parece razonablemente bueno?, ¿qué ofrecen ustedes a cambio?
La estrategia política del proyecto kirchnerista consistió en concentrar los recursos financieros del Estado, administrarlos con la mayor discrecionalidad posible para construir sus bases de poder político, sostener los superávits gemelos y definir como enemigos a sectores de la sociedad minoritarios. Con esos conflictos el gobierno logró algo de lo que buscaba: una polarización de la sociedad entre “lo viejo” y “lo nuevo”, entre lo que ya fracasó y lo que está empezando a ser exitoso. ¿Por qué entonces no funcionó?
Ahora que el proyecto original está en baja, con Néstor refugiado en ese peronismo al que quiso superar y no pudo, y al que –aunque dispone todavía de más de más poder que cualquier otro dirigente– ya no lidera, con el Gobierno desgastado y la sociedad sumida en el pesimismo, suele oírse desde las filas oficialistas la reflexión “se ha perdido la sintonía con la gente”. Esa idea empezó a aflorar con la derrota electoral en Misiones y se instala cada vez más. Cada vez más, personas en el Gobierno registran que algo pasa, aunque carecen de la respuesta. Esta pregunta orienta hacia una respuesta: ¿es que el Gobierno ha perdido la sintonía con la sociedad o es más bien que nunca la tuvo del todo? Vistas las cosas desde hoy hacia atrás, se diría más bien que no la tuvo, que nunca entendió demasiado bien porque un 70 por ciento de los argentinos avalaban su gestión. No entendió que esos ciudadanos esperaban algo más parecido a lo que Cristina sugirió que prometía en su campaña presidencial, y que de tanto en tanto vuelve a sugerir, pero ya sin credibilidad y sin la suficiente consistencia como para recuperar un crédito en la sociedad. La sociedad argentina quería algo más cercano a los Lula, Bachelet y Tabaré Vázquez que a los Chávez, Evo Morales y Correa. Esperaba realmente una redefinición del tejido político. El gobierno kirchnerista fue progresivamente incumpliendo esas promesas sugeridas, fue pareciéndose rápidamente a los gobiernos anteriores que tan pronto surgía una nueva demanda en la agenda social negaban el problema y buscaban al culpable de inocular demandas inconvenientes; y a partir de resultados electorales un poco decepcionantes se “peronizó” abruptamente, maltrató o ignoró a sus aliados de otros orígenes políticos y se encaminó, como atraído por un imán irresistible, a desafiar al 90% de los argentinos en una pelea con el sector agropecuario que la sociedad veía como torpe, innecesaria, estratégicamente perjudicial para la Argentina e impropia de un gobierno “progresista”. Si el kirchnerismo creía haber logrado en poco tiempo representar a muchos sectores de la población, pasó a ser evidente que en verdad sólo se representaba a sí mismo, a sus ideas –poco claras, aunque muy declamadas– y a sus intereses de política de poder. Más de lo mismo.
La pregunta que sigue es: ¿por qué nadie capitaliza el desgaste del Gobierno y la frustración de la sociedad? Es tema para otro análisis. Algo elemental parece claro: no hay un único proyecto “opositor”, hay muchos. La realidad es que los dirigentes opositores tampoco representan a demasiada gente; por eso tienen pocos votos y no mucha adhesión.
El kirchnerismo, y antes que él el peronismo y las otras fuerzas políticas, han ido dejando a gran parte de la sociedad sin representación política. Todos han fracasado, no sólo el kirchnerismo. Lo que ha fracasado en la Argentina es la manera de ver la política como lucha mezquina por espacios de poder y no como genuina representación de la población. Sólo nuevos liderazgos inspirados realmente en una visión sostenida en amplios consensos sociales podrían aspirar ahora a reorientar al país. Los que hoy se postulan no demuestran tener esa inspiración.
*Sociólogo.