Hay momentos estéticos de una intensidad política infrecuente y muchas veces no deliberada. Es el caso de la extraordinaria Constanza muere, la inmensa obrita de Ariel Farace desempeñada por la extraordinaria Analía Couceyro, secundada con solvencia por Florencia Sgandurra y Matías Vértiz. Quedan poquísimas funciones antes de que esta obra baje de cartel y apremio al público a que la vea porque es uno de los acontecimientos teatrales no del año, sino de la época.
El texto de la obra, que participa de lo que ha dado en llamarse “teatro poético” es, por eso mismo, un tratado sobre el ritmo, el tono, la melodía, los ritornellos y los estribillos, que Analía Couceyro desempeña no tanto con su voz (transformada hasta el desconocimiento) sino con su cuerpo (transformado hasta la imperceptibilidad).
Dos son los polos tonales de la obra: el “todo” que suponen el amor al presente y el mundo (uno de los momentos de mayor algarabía de la pieza) y el funesto “nada” final, que arroja al personaje, a los actores y al público a un pozo sin fondo de angustia y de tristeza.
Eso alcanza, dicen los cómplices de Constanza muere, para pensar políticamente el presente (subrayado, por si hiciera falta, en los nombres propios que Constanza encuentra en un álbum de fotos: María Eugenia, Mauricio, Patricia).
A la vuelta de mi casa, por Santiago del Estero, está el comedor Jesús Rey, dependiente de la Iglesia Bautista del Centro. Desde hace algunos meses, la cola de las personas que esperan el almuerzo se ha multiplicado por diez. Los turnos en que se brinda ese servicio han debido también multiplicarse porque la capacidad del comedor es limitada y es frecuente ver personas haciendo cola ya desde las diez y media de la mañana para acceder a ese triste beneficio. La responsabilidad de semejante episodio de paisaje urbano es del actual gobierno, y quiere decir que cada vez es más la gente que no tiene ni para comer una vez al día. Fueron arrojados a una nada más allá de la cual sólo cabe imaginar la muerte.
Hay otros, caminando sin rumbo y con la mirada perdida por Humberto Primo, que apenas si atinan a pedir una limosna o pedir un cigarrillo sin ningún tipo de eficacia. Como en 2001, uno se pregunta de dónde salieron todos esos que antes no estaban: forman un todo esperpéntico, criado a lo largo de los últimos quince años (y esto no es responsabilidad del actual gobierno sino del anterior).
Tanto unos como otros (los que están en la calle, pero también Constanza, la Muerte que la acompaña bergmanianamente y la pianista muda), podría decirse, rasguñan las piedras, que casi ya ni sienten.
Contra esa forma de insensibilidad se levanta el arte de verdad, del que participa esta pieza, y nos arrastra hacia la náusea de esa nada (una formación económico-política) que nos resulta intolerable.