Entré al Colegio Nacional de Buenos Aires en el año 2000. En los claustros había dos fantasmas. El de la dictadura, que no había terminado porque su modelo económico seguía vigente, según decían los compañeros militantes. Ciento ocho alumnos habían desaparecido durante la dictadura; sus nombres estaban en una placa de bronce en el claustro central. El segundo fantasma era más reciente: en 1999 dejaron libres a 85 alumnos por defender el legítimo derecho de romper y pintar el edificio en la vuelta olímpica de fin de año. Las dos clases de mártires parecían equivalentes. Yo quería ser grande y participar de algo grande, como la vuelta olímpica o la dictadura. O como el 20 de diciembre de 2001, que agarró a varios de mis compañeros rindiendo Geografía a dos cuadras de Plaza de Mayo. Nuestro “algo grande” fue la toma de 2002. Fue en repudio al asesinato de Kosteki y Santillán y pedíamos algo del boleto estudiantil, creo, no me acuerdo. La toma abría la posibilidad a la aventura misteriosa del Colegio de noche, el sexo opuesto en los recovecos de los claustros y los rincones prohibidos de día. Una noche, un grupo de pibes entró al gabinete de Química, rompió un par de puertas y volcó un frasco de éter, que se olió en toda la manzana durante un mes. Horacio Sanguinetti prohibió todas las tomas futuras.
En 2002, Eduardo Feinmann era “el Feinmann malo”, el establishment, la derecha, la cara visible de la corporación adulta contra la que luchábamos. Imagínense ahora. Si para el pibe tomar el Colegio es una aventura, discutir con Feinmann al aire es como llegar a la final del Mortal Kombat con una sola ficha. Era, además, la oportunidad perfecta para demostrarle al país, al mundo y, lo más importante de todo, al Colegio la capacidad intelectual, discursiva, argumentativa del hombre nuevo, el alumno esclarecido del Nacional Buenos Aires. Y el pibe que mira por TV a su compañero piensa que tiene razón, que está luchando contra algo, que Feinmann es un “facho hijo de puta”, y eso automáticamente les da la razón.
No piensen que digo que la toma esté mal. Es una aventura, disfrútenla mientras puedan. Tienen la suerte de estar en el primer decil más rico de la población y pueden hacer eso. Tampoco se la crean. No se crean el cuento de que son el futuro de la Nación, la elite iluminada que conducirá la Argentina. El 1% más rico del país no está en el Colegio. Está en Ohio, aprendiendo a quemar campos para Grobocopatel o fumigando favelas en San Pablo o cerrando negocios en Beijing. Ustedes van a gerenciar la riqueza de esa gente. Es mucho mejor que estar en la zafra y que el 21% del litro de leche que compran vaya a financiar el edificio que están tomando.
Lo importante nunca fue la toma, ni los desaparecidos, ni la vuelta olímpica ni Feinmann. Diviértanse, pero sepan que están tomando el Colegio por las razones equivocadas. ¿Piensan que decidir el programa educativo va a cambiar algo? Lo que hagan en el secundario no importa. La razón por la cual ustedes están ahí es la misma por la cual un pibe de Isidro Casanova está en una escuela de Isidro Casanova: para tenerlos seis horas en el mismo lugar y que con suerte alguien les dé de comer. La diferencia es que ustedes están en el 10% de arriba. Si la toma cambiara algo, si lo que hacen ahí fuera relevante, créanme, estarían en cualquier lugar menos ahí adentro. Lo que el sistema educativo les impone a nivel curricular tiene poco que ver con lo que quieran o vayan a hacer en la vida. Salvo que sean como el delegado que estaba el otro día en lo de Feinmann, con peinado rolinga y pañuelo palestino, que dijo que va a estudiar Sociología. Ese va a usufructuar otros seis años el 21% del litro de leche de los que cobran la asignación universal por hijo para terminar haciendo encuestas telefónicas para Grobocopatel. Si van a Beijing, traigan alfajores.
*Periodista de Perfil.com.