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Apuntes en viaje

Recortes

Antes, cuando no existían las redes sociales, me resultaba odiosa la gente que volvía de viaje y me condenaba a ver decenas y decenas de fotos.

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recortes | marta toledo

Siempre que estoy de viaje o vuelvo de alguno lo escribo en esta columna. Tres mil quinientos caracteres con espacios es poco espacio para contar un viaje así que siempre tengo que recortar aquí y allá, quedarme con algunas pocas imágenes. La próxima escribo la segunda parte y hasta una tercera y una cuarta, me digo siempre. Pero después no lo hago. La frescura que tiene el recuerdo recién hecho se pierde rápidamente entre la vida ordinaria de mi casa, mi barrio, mis animales, lavar la ropa, cocinar, ir al chino. Aunque apenas pasaron quince días ¡qué lejos queda otra vez Edimburgo! Pero también pienso: ¿no es siempre más interesante el recorte? Haber elegido, por ejemplo, sólo los jardines de las viejas escocesas, las ovejas de cara negra o los chaparrones repentinos me parece suficiente. No escribir nada sobre el monumento de William Wallace erguido entre la bruma, me parece suficiente. Antes, cuando no existían las redes sociales, me resultaba odiosa la gente que volvía de viaje y me condenaba a ver decenas y decenas de fotos. En cambio me gusta ver los posteos de esos viajes ahora. El recorte, de nuevo.

Mi editor una vez me dijo que le gustaban las fotos que saco, hasta hablamos de hacer una proyección en la terraza de la editorial. A mí me daba un poco de vergüenza porque no soy fotógrafa, claro, y por suerte nunca lo hicimos. Pero entendía que lo que a él le parecía atractivo era justamente el recorte: nunca había una imagen completa, panorámica, siempre era un pedacito, un detalle tonto.

Hace un rato me escribió por wasap un amigo a quien no veo hace más de un año. Está medio viviendo en las sierras cordobesas y cuando viene a Buenos Aires o no me avisa o no coincidimos. Me manda una foto de una picada, una ensalada y un trago rosa. Me escribe un mensaje larguísimo que termina hablando del mezcal. Le cuento que solamente tomé una vez en ciudad de México pero que como no tenía confianza con mis compañeros de mesa no comí el gusano. Me imagino que se habrá reído. Hay sol, me dice, aunque hace mucho frío. Igual que acá esta tarde. Nunca fui al lugar adonde se mudó y construyó unas cabañas. Cada tanto me manda alguna foto de una cabaña terminada, de la construcción del quincho o de la pileta. No sé cómo es el lugar completo, pero a través de sus pequeños recortes puedo imaginarlo. Una de las primeras veces que fue a ver el terreno encontró a unas hippies bañándose desnudas en el río que pasa por su propiedad. Siempre que me acuerdo de esa anécdota pienso en la escena de Zama cuando Luciana se baña en el río con sus esclavas.

Volviendo a los recortes y a como una cosa lleva a la otra, hace un mes o dos mi amigo me mandó otra foto de tragos (creo que está haciendo un curso de barman). Esa vuelta era fin de semana, un sábado creo, de noche. Le pregunté si estaba acompañado o si, allí en la soledad de la estepa cordobesa, en su posada en construcción, no se estaría transformando en Jack Torrance, el personaje de El Resplandor, que bebe tragos en el bar del hotel con un cantinero fantasma… nunca entendí si en la película los tragos son de verdad o también sólo están en la mente del personaje. Ojalá sean de verdad. En su mensaje de hoy, como retomando una vieja charla, me dice que no es Jack si no el cantinero fantasma. Y ahora que lo pienso no es casual que esté escribiendo sobre esto, sobre él. Mi amigo tiene el nombre del viajero más épico del mundo, de uno de los poemas más famosos, ahí donde casi empezó la literatura. Una cosa lleva a la otra, siempre ha sido así.