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Recuerdos de provincia

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Dice Nabokov que le causa una gran perplejidad que los escritores A, B y C, a quienes admira, se detesten entre sí. Se podría proponer un juego de sociedad, “el juego de Nabokov”, que consistiría en elegir un escritor X a quien uno admira y encontrar otro escritor a quien uno también admira pero habla mal de X. Dado que cada Shakespeare tiene su Tolstoi, el programa de lectura resultante de elegir escritores que sobrevivan al juego de Nabokov sería muy poco frondoso.

Sin embargo, hay quien practica el juego inverso y logra reunir a los incompatibles A, B y C bajo el mismo techo. El milagro más reciente en ese sentido es la aparición de Una vida de Pierre Menard, de Michel Lafon, donde se lee que la Argentina es el país del que “llega la luz”, un “Eldorado de las ficciones jubilosas e inteligentes”. Lafon es un profesor francés, especialista en literatura argentina, que ha estudiado, traducido y editado a escritores nativos tan desencontrados como Aira, Bioy Casares y Cortázar: A ha manifestado públicamente su mala opinión de B y de C, pero también de su contemporáneo P. Dadas las circunstancias, es curioso comprobar que A es el traductor de Una vida de Pierre Menard mientras que P es uno de los nombres que elogia el libro desde la contratapa, acompañado por G y por CH. G sostiene que “como siempre, desde Francia, se inventa la literatura argentina”, una boutade a la que me cuesta encontrarle fundamento. CH (una letra de otra época, en sintonía con la erudición de su portador) celebra la relación entre Valéry, Borges y Lafon como un “maravilloso pacto de continuidad de la inteligencia narrativa”.

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Tanto elogio cruzado, tanta confraternidad francoargentina, tanto idilio literario suenan sospechosos. Es verdad que el tema se presta ya que Menard, el personaje de Borges que repetía el Quijote sin plagiarlo, es un hallazgo ideal para pensar la literatura. Lafon le inventa una vida y un lugar inspirado en Monsieur Teste –la criatura y el doble de Valéry– pero también en Macedonio Fernández. Su Menard es un viejo sabio que ha publicado poco pero al que sus discípulos (Valéry, Gide, Larbaud, Unamuno, el propio Borges) le deben en realidad la obra. La encrucijada que elige Lafon como punto de partida es atractiva: el germen de Menard está en un texto de Borges sobre Valéry publicado en El Hogar en 1938. Pero la novela, paradójicamente, tiene sus mejores momentos cuando evoca de un modo casi proustiano la vida de Menard en Montpellier –donde nació Lafon–, sus playas cercanas y su célebre jardín botánico. En cambio, la construcción del personaje como secreto origen de las letras modernas es de una ambición teórica que excede las posibilidades de Lafon y se queda a mitad de camino entre el juego cómplice y la disertación académica para alcanzar su punto más bajo cuando imagina secretos y masonerías. Lafon venía de publicar con Benoît Peeters el ensayo Escribir en colaboración, un texto mucho más académico, de poco filo y pleno de información, mucho más cercano a sus cualidades profesionales.

Nadie obliga al Menard de Lafon a parecerse al de Borges, pero nada impide leer el relato de Borges como una crítica anticipada al trabajo de Lafon. De hecho, su Menard puede haber tenido una intuición genial, pero no es un sabio discreto sino un literato de pueblo, cortesano de damas nobles y panegirista de pintores mediocres. En su bibliografía se disimulan apenas los trabajos por encargo, la dependencia de los favores de la burguesía local. Frente a la melosa evocación de Lafon, la ferocidad de la ironía de Borges –una ironía que no deja de incluirlo– es una advertencia contra la literatura para la hora del té, contra el provincianismo y el elogio fácil. Pero como en el Quijote de Menard, las palabras suenan diferentes con el paso del tiempo.