Los cuatro puntos cardinales son dos: este o/este. El viejo chiste, por malo y por tonto, da qué pensar. Lo que parece una reducción al absurdo, o aparenta ser una limitación o posibilidad de optar por lo mismo, abre un abanico de desconcierto que disfruté en la infancia y ahora, mucho más crecidita, me permito saborear a gusto. Todo lo que es múltiple puede ser reductible a dos, que sin embargo, en una valiosa vuelta de tuerca, se unifica. Solemos ver el mundo de forma burdamente maniquea: lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo, lo blanco y lo negro. Y juzgamos estableciendo prioridades y creyendo que tenemos la precisa y tratamos de convencer al otro, y movidos por nuestra certidumbre y unos cuantos intereses más espurios, iniciamos las guerras. Pero la oposición puede muy bien no ser binaria sino integrativa, como ocurre con el pensamiento oriental (el del Este, no éste). Los Zuni, los Sioux, los Apaches, también del lado espiritual de allá, aunque sean oriundos de acá, pero al norte, nos invitan a ver el mundo dos veces simultáneamente: con la mirada del águila puesta en cada mínimo detalle diurno y con la mirada nocturnal para percibir aquello que se escurre entre las sombras. Al mismo tiempo, sin priorizar sino integrando.
Pienso en estas cosas porque estoy por unos días en Punta del Este. Un privilegio, no por la movida que por suerte ya pasó sino por un regalo local geográfico y esplendoroso. En la Playa Brava sale el sol sobre el mar, y a apenas cuatro cuadras, en la Playa Mansa, el sol se pone también sobre el mar. Cosas de la península, por supuesto, pero si el mismo mar a su hora ofrece y después retira la luz, ¿quiénes somos nosotros para pretender imponer nuestras opciones?