La extrema derecha, como se demuestra a partir de su capacidad de movilización y de la cantidad de votos que recoge en las últimas elecciones, está presente y vocifera en una Europa que no logra salir del atolladero económico y social. Ellos le están torciendo el brazo a Angela Merkel en Alemania, junto con la pérdida de su popularidad; en Bruselas la policía junto con otras fuerzas han tenido que salir a parar como sea a manifestantes de esa tendencia. En Francia Marie Le Pen del Frente Nacional se pavonea como si fuera la dueña definitiva del poder. Polonia proclama la bandera de la expulsión de extraños, sin más.
Estos nuevos vientos ideológicos en las sociedades no vienen solos. Es que gran parte de los países de ese continente no han logrado sobreponerse a los nocivos efectos de la crisis financiera y económica que se dio con furia en 2008. Esas desgracias han llevado –como ocurre en Estados Unidos con Donald Trump– al desprestigio acelerado de los políticos tradicionales, de la clase empresarial y, como contrapartida, al elogio de los populismos, la demagogia y la violencia.
El lema de la extrema derecha es que ellos quieren cambiar todo a fondo, echar de sus países a los que no son como ellos, sospechar de los “pacificadores” y echar la culpa de todas sus desgracias a “los otros”, a los que no son originarios del país, a los que no practican la misma religión, a los que tienen costumbres y culturas que no les resultan afines. Por eso, el movimiento reaccionario está acompañado del antiislamismo. No en vano también se está viendo una importante emigración de judíos europeos a Israel, a Estados Unidos, a Canadá y otros países de habla inglesa.
Las mismas causas fomentan los aislamientos y los separatismos de regiones o la promesa de abandono de la Comunidad Europea por gran parte de los británicos. Cataluña no ha olvidado cortar vínculos con España y ya se escuchan propuestas semejantes en el mundo vasco. Otro movimiento similar es el de Escocia con respecto a Gran Bretaña.
Son tiempos de miedo y sospecha.
Los que parecerían no verlo son los emigrantes de Medio Oriente y de Africa, que por centenares de miles escapan de las guerras, los bombardeos, la miseria sin fin y el hambre buscando con desesperación llegar a
Europa, a la que consideran un paraíso, cuando en los hechos es el planeta del racismo y la exclusión. En 2015 fueron 2 millones de personas las que entraron en el viejo continente. Esa cifra excluye a los centenares de miles que murieron ahogados en el Mediterráneo, embarcados a ciegas en piezas náuticas de museo. Hay adultos, también hay muchísimos niños.
Como Europa no ha podido establecer una estrategia común con los refugiados, cada país hace lo que quiere. Les cierra el paso a los
palazos, se crean muros de contención de humanos, llevan a los que pisan tierra firme a la desesperación y a la enfermedad.
Así, aunque mientras es difícil alcanzar un punto de comprensión de los gobiernos, los europeos se olvidan de su enmarañado pasado. Las hambrunas, las pestes de sus cultivos, los abusos de los terratenientes los llevaron a emigrar en masa a lo largo del siglo XIX y gran parte del XX. Españoles, portugueses, italianos, franceses y griegos pueden dar fe.
Lo más dramático para los europeos fue el período posterior a la Segunda Guerra Mundial donde las cosechas estaban arrasadas, millones de niños huérfanos desfilaban sin brújula por los caminos en medio de la destrucción total. Los códigos morales estaban rotos. Esto ocurrió entre 1945 y 1950. Hace 61 años. Las víctimas de aquellos fueron los abuelos y los padres de los europeos de estos días.
En la Europa del Este ocupada por el ejército soviético se echó de las tierras a más de dos millones de alemanes que se habían aposentado por orden del gobierno nazi. Desde Polonia, Checoslovaquia, Ucrania y Rumania se los obligó a desplazarse como pudieran, a pie o en vagones para trasladar ganado hacia el oeste. Aquello no se parece a lo de ahora, pero hay similitudes.
*Periodista y escritor.