Cuenta Ingmar Bergman que el disparador para escribir el guión de Gritos y susurros dio vueltas por su cabeza todo un año. Cuatro mujeres vestidas de blanco en una habitación roja. Hablan al oído entre ellas y son extremadamente misteriosas. Mucho tiempo después, un año según el director sueco, la imagen se le revela: son tres mujeres que esperan que muera una cuarta y se turnan para velarla. El resto está en la película.
Ricardo Piglia, al teorizar sobre el cuento, toma este episodio del proceso creativo de Bergman para afirmar que lo que quiere decir un relato solo se ve al final.
Hace un tiempo, en Madrid, la Fundación Mapfre exhibió una retrospectiva del fotógrafo Nicholas Nixon que incluyó su serie de Las hermanas Brown. Es la segunda vez que expone la fundación esta obra, el work in progress de Nixon de cuatro hermanas que, desde 1975, viene fotografiando y suma cada año una pieza al proyecto.
Al mirar la secuencia se observa que, para notar contrastes evidentes, a simple vista, hay que dar saltos bruscos de un lustro a otro o incluso dejar mediar una década para constatar cómo el aliento de los días ha ido erosionando la luz de la piel de cada una de las hermanas o ha empañado delicadamente el resplandor de sus ojos.
Están las cuatro, a lo largo de toda la serie, guardando siempre el mismo sitio en la composición: no hay rotación ni cambios. Pero es curioso ver, por ejemplo, cómo en los primeros años los cuerpos de las cuatro mujeres tienden a singularizarse evitando el roce: son cuatro figuras que establecen su identidad o, a lo sumo, se agrupan de a dos. Más tarde, esos cuerpos se buscan, se tocan, se abrazan. También resulta extraño ver que el envejecimiento no sigue una secuencia lógica: una de las mujeres, por ejemplo, de un año a otro sufre una transformación acentuada, como cuando en verano, una mañana el frío desbarata todos los planes y el cuerpo se destempla. En este caso no es un simple hiato: al día siguiente el otoño ya se ha instalado para siempre: en el retrato del siguiente año se constata. De todas maneras, dos cosas acaparan la atención por encima de todo. Los gestos mínimos que rotan en un mismo rostro según corre el tiempo: sonrisa leve, rigidez absoluta, indiferencia, curiosidad o el ansia deliberada o inconsciente de protagonismo. La otra es el enigma de saber si en la siguiente entrega de la obra, el próximo año, las cuatro seguirán allí.
Vistos así los retratos, si se observan desde la tensión, lo que se ve en ellos es el temblor de la pérdida de aquello que se tiene. Porque las hermanas Brown, según pasan los años, muestran el triunfo de la salud con todo lo que ello implica, no solo la salud en términos clínicos, sino la salud de poder desarrollar un proyecto vital que es otra de las cosas que cuenta esta historia. Podemos ver en alguna de las fotos, si observamos con atención, alguna señal de una dolencia, incluso grave, pero en el rostro de la afectada vemos cierta templanza frente al mal, no un desafío sino una interrogación, grave, sin melodrama, tratando de entender, aunque no haya respuesta.
La ausencia, en algún momento, pasará a formar parte del relato. Ese miedo embarga al ver la serie. La última vez dejé a las hermanas en 2010 y en la siguiente exposición, Nixon incluyó, cronológicamente, registros hasta año 2017.
¿Cómo no pensar en Bergman al verlas? Más aún: Bebe Brown, una de las hermanas y esposa del fotógrafo tiene rasgos que nos remiten al rostro de Liv Ullman.
En la película Night Moves de Arthur Penn, Gene Hackman, quien interpreta a un detective, rechaza la invitación para ver un film de la nouvelle vague: “Prefiero mirar un partido en la tele –dice Hackman–, porque ver una película de Eric Rohmer es como mirar crecer un árbol”.
Observar Las hermanas Brown es ver crecer un árbol, es verdad, aunque en este caso es el árbol de la vida, un relato que se verá completo al final.
*Escritor y periodista.