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cacerolas y compromisos

Réquiem para la clase media

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Como integrante de la denominada clase media argentina y remontando la tercera década de vida, considero que repasar nuestro comportamiento, puede ayudar a construir una herramienta eficaz al momento de adoptar una postura para afrontar los desafíos actuales y los tiempos venideros.
Criado en el seno de una familia apolítica al límite de la complicidad en las décadas del 70 y del 80, ilusionada y decepcionada con la cosa pública, en los albores democráticos, corrompida moral y culturalmente en la década del 90 y devastada a comienzo del siglo, fui desarrollando mi propia identidad.
Formado entre clichés antiperonistas como “el parquet y el asado” o “el pez y la caña de pescar”, participante de largas sobremesas en las cuales se exponía sobre la seguridad reinante en la década del 70, sobre Alfonsín y la hiperinflación y sobre un menemismo arrollador en sus inicios, fui creciendo entre privatizaciones justificadas por la ineficiencia estatal, el “roba pero hace”, soñando con ser como Tinelli u otro vivo de la cuadra que se burlara de todos, deseando tener la 4x4 y consumiendo medios sin preguntarme si lo que manifestaban tenía alguna intención oculta.
Celebré la llegada de la Alianza, debuté en las urnas en 2001 eligiendo a Clemente y con el mismo ardor, al cierre de ese año, celebré la caída de De la Rúa.
Casi sin pensar nos fuimos convirtiendo en caceroleros y/o hijos y/o nietos de caceroleros, desocupados y/o hijos y/o nietos de desocupados, ahorristas estafados y/o hijos y/o nietos de ahorristas estafados.
En ese contexto de confusión, desazón e ilusión por partes iguales y mientras se consolidaba el duhaldismo, empezamos a buscar carrera, trabajo o ambas. Pero a partir de aquel momento comenzaríamos a ser partícipes de un notable período de transformación en la política local: el duhaldismo mutaría en duhaldismo kirchnerismo, para luego transformarse en kirchnerismo antiduhaldista y devenir en cristinismo auténtico.
En el transcurso de dicho período fuimos creando nuestra descendencia, consiguiendo trabajo, obteniendo títulos de grado, observando la reactivación de los emprendimientos de los seres cercanos, adquiriendo bienes y servicios, entre otras peripecias individuales o colectivas.
Algunos, inclusive en oposición a nuestros afectos, decidimos incursionar en política, convencidos de que constituye la única herramienta de transformación de la sociedad. Y fuimos relativamente felices, alcanzando un nivel de vida que ojalá fuera el de todos nuestros compatriotas. Pero con los logros también, para algunos de nosotros, arribaron los cuestionamientos e incluso la necesidad de replantear nuestra pertenencia de clase.
¿Cuánto de lo obtenido es mérito propio? ¿Qué nos diferencia de aquellos jóvenes entusiastas de la década del 90? ¿Es necesaria una nueva clase media para el desarrollo del país? En mi caso las respuestas fueron inmediatas: no creo que todo lo obtenido sea por mérito propio y lo pendiente por culpa ajena, como sostiene un nutrido número de este segmento social.
Considero que el contexto es determinante. Asimismo, pienso que el verdadero desafío de esta nueva clase media es desprendernos de nuestro obsesivamente introspectivo pasado.
Comprender cabalmente que no podemos reclamar derechos sin cumplir con nuestras obligaciones. Que no somos más que nadie. Que no es posible ser feliz en un país de infelices.  
Aunque maldigamos cada vez que pagamos los impuestos. Aunque a veces tengamos miedo. Debemos involucrarnos, comprometernos, no exigir sin antes cumplir y en esa inteligencia educar a nuestros hijos. Debemos convencernos que ése es el camino. Y así veremos morir a la vieja clase media, una clase egoísta, y conservadora, a expensas de otra de nuevo cuño, aunque, como buenos cristianos, no sin antes rezarle un réquiem.

*Abogado.