Es infrecuente en mí el registro confesional, la intimidad, e incluso el uso de la primera persona. Esta primera frase vale como excepción, que se extenderá al resto de este divertimento dominical. Hace unos meses (¿Cuántos? ¿Seis? ¿Nueve? ¿12?) fui invitado por Rafael Filipelli a colaborar en una revista que pensaba editar junto a, entre otros, Hernán Hevia, Sergio Wolf y Juan Villegas, y que iba a llamarse Revista de Cine. Nombre literal, pero sobre todo programático, que define en tres palabras su objeto de discusión y debate. De entrada la idea me sedujo: una revista que repensara el cine hoy, bajo la herencia de la cinefilia, la erudición, la arbitrariedad y la generosidad intelectual no podía dejar de entusiasmarme. Allí mismo, en un instante, propuse volver sobre un ensayo de Félix Guattari, que había leído hacía años y que me parecía interesante revisitar: Le divan du pauvre (El diván del pobre), publicado en 1975, en el número 23 de la revista Communications, dedicado a “Psicoanálisis y cine”. Como quedó claro, la revista sale una vez al año y faltaban meses para el cierre. Pero llegué tarde. Nunca entregué. La revista se distribuyó hace unas semanas sin mi ensayo. Podría hacer aquí una serie de (auto) ironías, colocarme en el lugar del anti-héroe, del looser glamoroso, formular un elogio de la demora, de la impuntualidad y la ineficiencia como modo de estar en el mundo. Todo eso es cierto: concibo la demora, la tardanza, la digresión, la gratuidad, como formas radicales de sustraerse del capitalismo contemporáneo. Pero con eso no alcanza. Hay algo que no es así, que no es cierto: simplemente no llegué a entregar, y me perdí de colaborar en la, tal vez, más interesante revista publicada en los últimos tiempos en Buenos Aires. ¿Cuánto falta para el próximo cierre? No lo sé. Pero ya no creo que quieran volver a invitarme. No importa, colaboré con la revista de otro modo: comprándola. Qué mejor. Y leyéndola. Discutiendo imaginariamente, como vengo haciéndolo con Llinás desde su primera película. Dejándome irritar por su megalomanía, y a la vez compartiendo que lo propio del arte es el exceso, el puro gasto (la notion de dépense). Reflexionando hasta qué punto es acertado suponer que la mejor crítica de cine la ejercen los propios cineastas –como se dice aquí y allá en diferentes páginas de la revista– y a la vez, envidiando esa capacidad de autorreflexión casi siempre ausente en la literatura argentina contemporánea –actividad a la que me dedico en mis ratos libres– ganada cada vez más por la figura del escritor (falsamente) ingenuo que sólo se dedica a “contar historias” y buscar que algún agente literario le arregle un concurso en España. Como un cigarrillo a un preso, un premio literario no se le niega a nadie, y tal vez por eso vivimos rodeados de la figura del escritor incapaz de reflexionar críticamente sobre su obra ni sobre nada. Pablo Gianera, en su artículo sobre Kagel y el cine, aporta dos aspectos cada vez más olvidados: erudición y una prosa elegante. David Oubiña –otro al que vengo leyendo desde siempre– revisita Hollywood con precisión polémica.
Usé ya dos veces una palabra: revisitar. Es que allí reside el interés de Revista de Cine: en reanudar, profundizar y recrear una tradición central desde la vanguardia en adelante: la de pensar el mundo desde el cine.