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Opinión

Revistas viejas, otra vez

Desde que era adolescente guardo revistas, recortes de diarios, suplementos culturales, periódicos de todo tipo.

Pasado y futuro. Halperin Donghi es el historiador argentino más destacado. Con la edición definitiva de Revolución y guerra (Siglo XXI) propone un juicio sumario al paso del tiempo.
| Mariano Solier

¿Cuántas veces escribí esta columna? No lo sé con exactitud, pero creo que ésta es la tercera. Quiero decir, al menos tres veces sobre el tema por el que discurriré a continuación. O mejor dicho, no un tema, sino más bien una experiencia, a esta altura ya un hábito (o un vicio: no conozco bien la diferencia entre uno y otro). La primera vez fue hace décadas, en Clarín, en el viejo, viejísimo, Cultura & Nación. La segunda es de la que menos recuerdo tengo. ¿Fue en PERFIL al comienzo de esta serie que dura ya más de diez años? ¿Fue en algún otro medio? Realmente, no me acuerdo. La tercera es hoy, y estoy seguro de que no será la vencida, volverá a ocurrir dentro de diez o quince años, en caso de que los Gitanes sans filtre me otorguen esa duración. De la primera recuerdo dos cosas: haber escuchado una canción de Litto Nebbia (que nunca más encontré, pese a que busqué su letra mil veces en internet y por todos lados) en la que elogiaba a los jóvenes aburridos que se quedaban en casa leyendo revistas viejas. La segunda, que mientras escuchaba esa canción en la radio, justamente era un sábado a la noche y yo me había quedado en casa revisando viejos números de Cerdos & Peces y El Expreso Imaginario. Desde que era adolescente me entrego a guardar revistas, recortes de diarios, suplementos culturales, periódicos de todo tipo. A esta altura –y habiendo donado hace años la colección entera de Babel, El Porteño, la propia Cerdos & Peces, entre muchas más– ese papelerío ocupa una pared entera más otro tanto espacio disperso en varios sitios de mi casa (y la baulera de una casa amiga que piadosamente aloja esa locura). No las guardo en orden, nada está clasificado. Simplemente coloco lo último que quiero guardar arriba de la revista anterior, arriba del recorte anterior y así sucesivamente. Por lo tanto, nunca es fácil encontrar lo que busco, más allá de que tengo la ilusión de creer que sé exactamente qué hay en cada estante y qué contenidos tiene cada revista, suplemento o diario guardado. Cada tanto, haciendo orden, esa ilusión se revela obviamente falsa, y al ir a buscar algo preciso me encuentro con decenas de otras revistas que vuelven a ser leídas por mí como un nuevo descubrimiento. Cuando eso ocurre escribo una columna como ésta, parecida a la anterior, a la vez semejante a la primera.

Buscando entonces otra cosa, hallé el número 18 de Punto de Vista (Buenos Aires, agosto de 1983), en la que, con la dictadura de salida y a dos meses de la elección que ganaría Alfonsín, hay una entrevista a Tulio Halperin Dongui donde le preguntan sobre el futuro de la enseñanza de la historia y de la universidad en los tiempos por venir. Halperin, entre otras cosas, dice: “El movimiento estudiantil tiene, al lado de consignas ocasionales, una que le es constitutiva: la universidad abierta al pueblo, es decir, a los hijos de nuestra inmensa clase media porteña; cualquier gobierno elegido va a tener que satisfacerla.” 35 años después, ¿se cumplió el vaticinio de Halperin? ¿Sigue siendo la clase media “inmensa”? ¿Ha estado la universidad “abierta al pueblo”? En toda la entrevista apenas si aparece la palabra “pública”. Es obvio que está hablando de la universidad pública. ¿Sigue siendo obvio hoy? Responder esas preguntas remite a una pregunta anterior: la pregunta por la democracia en estos treinta y cinco años. Por suerte me quedé sin espacio.