Más que elementos novedosos –que sí irían apareciendo con el paso del tiempo–, lo que la revolución trajo a la superficie fueron problemas de vieja data en la región. La cuestión de la tierra, en este sentido, emerge como central en las tensiones pre y posrevolucionarias. La propiedad, el acceso y el uso de la tierra eran una cuestión transversal en la sociedad tardo-colonial. Todos los sectores tenían interés en la temática. Los propietarios, para seguir siéndolo; los sectores bajos, para acceder a ella. La revolución abrió expectativas en la materia y rápidamente se generalizaron los conflictos en torno a la posesión y el uso del bien más preciado en una economía primaria como la rioplatense de comienzos del siglo XIX.
Lo interesante del caso es que esas tensiones no sólo se expresaron como parte del imaginario moderno, esto es, en una disputa enmarcada en el concepto (casi sagrado para el liberalismo) de la “propiedad privada”. Algo que aparece con fuerza es la contradicción entre este concepto y la cosmovisión originaria de la “propiedad comunitaria” e, incluso, el enfoque mucho más moderno de la “función social de la propiedad privada”. Una vez más debemos concluir que los distintos sectores sociales tenían objetivos no coincidentes sobre este aspecto. Así, para la elite de hacendados orientales o salteños, la independencia era mantener e incluso ampliar sus posesiones, mientras que para los “más infelices”, la emancipación significaba tener acceso a la tierra o, como en el caso de los guaraníes y los pueblos originarios altoperuanos, continuar con el uso comunitario del suelo. Son concepciones ideológicas específicas que comparten un ideario de cambio, pero cada una tiene su propia especificidad y, más temprano que tarde, terminarían generando conflictos entre intereses tan diversos. Del mismo modo, cuestiones como la apropiación del uso del trabajo ajeno estarán en la agenda revolucionaria, pese a que se trata de un aspecto que venía de antaño. La encomienda, la mita y la esclavitud habían servido para enriquecer a una casta conquistadora en detrimento de los sectores populares explotados. Ese orden colonial claramente injusto ya había sido cuestionado en diversos momentos durante el siglo XVIII, pero será en la coyuntura favorable del estallido revolucionario del XIX cuando se plasmará en un programa político que incluía tanto a los damnificados como a parte de los que se habían beneficiado con estos mecanismos. Así como sectores progresistas de la elite impusieron el fin del sometimiento indígena o propusieron la liberación de los esclavos, otros hicieron todo lo posible para mantener los privilegios.
Tierra y libertad podrían ser las consignas básicas para comprender la posición de los sectores populares en la lucha independentista. Son, quizás, los aspectos centrales de los reacomodamientos que se generan a partir de 1810 y que, junto con el correlato de militarización, perdurarán más allá del fin de la contienda. Así como esos temas no los instaló la revolución, sino que venían desde el fondo de los tiempos coloniales, tampoco se acabaron con el triunfo bélico, sino que perduraron como problemáticas en un nuevo contexto: el de la guerra civil generalizada de las décadas siguientes y hasta, por lo menos, 1870.
La guerra de la independencia significó un enorme esfuerzo material y humano para las provincias rioplatenses. Ya no es posible pensar la contienda sólo desde el plano de la heroicidad y el patriotismo, valores que, indudablemente, también forman parte de aquella historia. La lucha modificó la vida cotidiana de cientos de miles de personas, muchas de ellas murieron o quedaron inválidas por las heridas de guerra, otras tantas debieron abandonar sus casas y sus pertenencias para no caer en las manos del enemigo; las economías regionales fueron deshechas y los Estados provinciales que surgieron a causa de la dispersión de la soberanía lo hicieron con una marcada militarización sociopolítica. De allí que tengamos que pensar la revolución y la independencia no como el comienzo de una historia sino como la continuidad de un proceso de más larga duración. En todo caso, es incuestionable que se trata de un capítulo intenso de esa historia, pero un capítulo más al fin. La historia de los sectores populares nos invita a desconfiar de los asertos categóricos tanto como de las generalizaciones. La diversidad de trayectorias, de orígenes, de necesidades y de ambiciones colectivas es una característica de aquello que se podría definir como el pueblo americano de comienzos del siglo XIX.
El relato dominante por décadas sobre el origen exógeno de la revolución y sus objetivos liberales y modernos no parece encajar en la realidad heterogénea de la plebe (o las plebes). Los sectores populares fueron protagonistas de la guerra por la emancipación. Algunos, porque vislumbraron la ocasión de cambiar su propia realidad; otros, simplemente arrastrados por el reclutamiento forzoso, pero está claro que no pudieron abstraerse del fenómeno de cambio que se operó en América. (...)
El horizonte de realizaciones a lograr con la revolución y la independencia quedó en eso, en un horizonte lejano. Si, como bien dice Tulio Halperin Donghi, para 1815 las elites “comienzan a alarmarse de su propio éxito; desearían contar con gobernados más dóciles, menos persuadidos de las excelencias de la libertad y la igualdad”, para fines de la primera década independiente esas mismas elites están enfrascadas en un conflicto total contra los gobernados indóciles. Que a la partida que mató a Güemes le abrieron la puerta los hacendados salteños es tan cierto como que a los portugueses los invitaron a invadir la Banda Oriental los terratenientes montevideanos y porteños para liquidar a Artigas.
Pareciera ser que la lucha fratricida que se instaló en las Provincias Unidas a partir de 1815 fue, más que un acontecimiento específico, una continuidad de la lucha por la independencia. Aquel horizonte de realizaciones para los sectores populares quedó trunco en el contexto de la guerra independentista y fue necesario, en consecuencia, continuar la lucha en el marco de un nuevo (¿o viejo?) conflicto. Por lo tanto, la guerra de la independencia fue, para ciertos procesos políticos y sociales que dieron origen a nuestro país, tanto el epílogo de una etapa como la introducción a una nueva. Y es que la historia es un poco eso: fin y principio, todo al mismo tiempo.
*Historiador. Fragmento del libro Pueblo y guerra, editorial Planeta.