En su obituario sobre Hugo Chávez, publicado sin firma, el diario The Guardian le roba a Beatriz Sarlo uno de sus giros retóricos favoritos para cuando tiene que afirmar un disparate. Dice: “Lo que ni siquiera sus críticos más acérrimos podrán negar es que a Chávez realmente le importaban los pobres. Tenía un gran corazón, y va a dejar un gran espacio vacío en el corazón de la gente común, no solamente en Venezuela sino en todas partes de Latinoamérica y el mundo”.
Levanto la mano. Señorita, disculpe, no es así. No le importaban los pobres, ni le importaban las personas, en general. Y esa primera oración sugiere que tampoco deberíamos negar la segunda, que es mucho peor y encima dice “gran” y “corazón” dos veces. ¿Podemos empezar de nuevo?
Se me ocurren pocos eventos más previsibles que el anuncio de la muerte de Chávez, quien como todos sabemos estaba muerto desde hace rato. El uso litúrgico de esa muerte era fija también, cómo se lo iban a perder. Lo que me sorprendió fue la cantidad de gente más o menos funcional que recordó con cariño a un militar dictador. Noté también que las elegías a Chávez omitieron, casi todas, su legado más importante: las maneras novedosas que descubrió para disciplinar a su pueblo, algunas de las cuales ya fueron adoptadas por el “franchise” argentino de la revolución bolivariana, también llamada –me enteré hoy, gracias a un agitador kirchnerista no-cristinista– “revolución sin muerte”.
Ante todo, está por verse si fue una revolución. Los amantes más sinceros de la revolución –Martín Caparrós, Roberto Gargarella, no sé, el trotskismo– dirán que no, seguramente. Lo que quede de la derecha en Argentina, dos viejitos en sillas de ruedas, dirán que sí, igual que el kirchnerismo. Yo diré que no me importa, pero con muerte fue seguro.
Los desaparecidos en la Argentina, ¿cuántos fueron? ¿Diez mil? Supongamos que no sabemos que la cifra real es mucho menor que la que durante años nos hicieron cantar en las marchas de la resistencia, como buenos pelotudos que fuimos. Aceptemos, para no complicar la discusión, que fueron los treinta mil canónicos, nomás. Las fuentes más conservadoras hablan de 120 mil homicidios durante el gobierno de Chávez. El criminólogo venezolano Fermín Mármol García da la cifra más precisa de 155.788, contabilizando sólo hasta 2010. En todo caso, parafraseando a Les Luthiers, podemos asegurar que “más de cien eran”.
Es horrible. Estamos redondeando muertos de a miles. Porque el gobierno venezolano hace todo lo posible por ocultarlos y porque a partir de cierto punto ya te da lo mismo, salvo que alguna víctima te toque más de cerca. Es muchísima gente. Casi tanto como las bajas –civiles y militares– durante la guerra de Irak; más muertos que los que se contabilizan durante el mismo período en México, un país con cuatro veces más habitantes, durante el enfrentamiento de carteles más sanguinario de la historia. William J. Dobson es una fuente confiable, y de Venezuela sabe mucho. Dice que en un fin de semana promedio, durante el año pasado, moría más gente asesinada en Caracas que en Kabul y Bagdad sumados.
La inseguridad era un problema en Venezuela antes de que asumiera Chávez, pero un crecimiento del 223% en homicidios no es un detalle: es síntoma de algo constitutivo en su gobierno. Sólo el 6% de los crímenes se resuelven en Venezuela. Apenas tres de cada diez homicidios superan la fase de investigación policial, y de esos sólo uno llega a juicio. No todos esos muertos son víctimas del gobierno, pero lo que escuché en Venezuela es que muchos sí. Todos los opositores con los que hablé en Caracas daban por hecho que el gobierno mandaba a matar gente, y que tenía aceitadísimo un sistema por el cual esas muertes pasaban a engrosar las cifras del delito común. Incluso un chavista de clase media me lo concedió a regañadientes, como quien habla de los efectos secundarios de un antibiótico.
Eso fue en 2005. Yo estaba en Venezuela buscando escenarios para un videojuego de alto presupuesto –decididamente imperialista– cuya historia requería un relevamiento exhaustivo de las peores zonas urbanas de Latinoamérica. Zafé de México, pero recorrí durante meses los barrios más sórdidos de Caracas, Río y la provincia de Buenos Aires. Lo de Caracas no lo vuelvo a hacer.
Lo primero que me dijeron cuando llegué fue: “No vayas, o ten mucho cuidado en el centro, que hay mucha gente del gobierno”. Mucha gente del gobierno, muchos delincuentes y ningún elemento para distinguirlos, salvo el uniforme. Y ni siquiera, porque había más de cuatro uniformes distintos –cuatro instituciones distintas– y el miedo que te daba uno era sólo comparable con el miedo que te daba el otro. Todos los días la policía mataba a una docena de personas. Vi un tiroteo en el subte de Caracas, que es un lugar bastante peligroso pese a tener reglas muy explícitas. “Normas.” Uno se entera enseguida de que hay normas porque está lleno de carteles enunciando esas normas. También hay televisores, y en los televisores están las normas. Norma #1: no pise la línea amarilla. Norma #8: no haga pis en el piso. De verdad. Asegurándose de que las normas se cumplan, hay tipos en traje de fajina portando armas automáticas.
Mientras yo estaba en Caracas, Carlos Eduardo Orozco, candidato por la agrupación Fuerza Vecinal Independiente, recibió más de veinte balazos. Intenté averiguar el motivo de ese asesinato y sólo pude entender que Orozco estaba investigando –o, según la fuente, “intentando vengar”– la muerte de su hijo, que había sucedido en un enfrentamiento contra algo llamado “La banda del Toyota”. Esa misma semana un grupo armado entró a una peluquería y fusiló a once personas. El grupo de fusiladores estaba conformado íntegramente por miembros del Cicpc, Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas. Alegaron en su defensa que las víctimas se lo merecían, porque eran todas (o casi todas) parte de la banda Los Electrónicos. Pocos días después, tres estudiantes de la Universidad Santa María fueron ajusticiados por la policía en un callejón del sector Kennedy, en Macarao. Los diarios opositores lo denunciaron con resignación, la prensa chavista lo reconoció, ningún sector se preguntó por los motivos ni por los culpables.
En esa época, fuera de Caracas, los ganaderos eran asaltados casi todos los días, con la consiguiente pérdida de vidas humanas y bovinas. Los asaltantes (según los diarios) eran policías y paramilitares que amenazaban de muerte a los ganaderos que se negaban a vender sus haciendas a miembros del gobierno. Ninguno de los gobiernos regionales desmintió esto, ni me encontré con nadie que pensara que no era cierto. Tampoco parecía preocuparles mucho. Lo que sí preocupaba a los gobiernos regionales, o por lo menos a los gobernadores de los estados fronterizos, era la influencia creciente de los soldados del Frente Bolivariano de Liberación. El FBL es abiertamente chavista y estaba compuesto entonces por unos cuatro mil guerrilleros armados que se emborrachaban mucho. Los vecinos se quejaban a los gobernadores, los gobernadores se quejaban a Chávez. Chávez dijo que no era problema suyo; que él “no necesitaba” a los jóvenes soldados del FBL, y que ellos hacían sus cosas, por su cuenta. No sé si les suena.
Antes de que pudiera subirme al avión de regreso a Madrid, para no volver nunca más a ese país infame, los empleados de aduana revisaron cada milímetro del contenido de mis valijas. Después me llevaron a un cuartito sin ventanas en el que me hicieron preguntas absurdas durante media hora. Su preocupación principal era saber por qué me llevaba recortes de periódicos. Los carteles en el aeropuerto decían: “Bienvenido a Venezuela. No hay nada más importante que la identidad”.
*Escritor y cineasta.