Y hallándome en días tan difíciles tuve que elegir entre el clonazepam, el whisky o un libro de poemas de Roberta Iannamico. Uno no es la misma persona todos los días. Uno es muchas personas, a veces, en un mismo día. Después de todo, ¿qué son los días? ¿Qué cosas envasan con su prolija y monótona manera de aparecer? Ahora que volví a ser nómade, encontré entre mis pocas pertenencias un libro de Roberta, Nomeolvides, editado por Vox recientemente. ¿Quién lo puso ahí, justo, para que lo lea como se toma una hostia en la profunda angustia espiritual? Ayer Beatriz Sarlo decía que hay que romper con Borges, escribir fuera de su influencia centrífuga. Bien, Roberta Iannamico es una poeta extraordinaria que escribe como si Borges no hubiera existido. No lo necesita. ¿O es secretamente borgeana? Roberta escribe poemas con una sencillez pasmosa. Da la impresión que escribe como si respirara, pero con esa respiración que utiliza el yoga para que la sangre se revitalice. En Dantesco, un libro pretérito de ella, una chica recorre el camino que va de la casa de su amiga Patricia –me gustaría conocerte, Patricia, de tanto leerte actuando en los poemas de Roberta– hasta su casa. Y antes de llegar, hace pis. No hay mucho más. Pero ¿en cuantos poemas los poetas hacen pis? Y en este último libro, Nomeolvides, escribe: “entonces agarré un hacha/ la rebolié para arriba/ y el cielo se rajó/ caían los ángeles/ como figuras de carton/ (…) caramba, caramba/ ¡mamá hay una señora con alas!/ pero no puede volar/ es muy pesada/ la invitamos a pasar/ le dimos agua/ no entendía nada/ la música de la tele/ la hizo bailar/ ¡qué viva en nuestra casa!/ dijeron los chicos/ se habían encariñado/ le mostraron su pieza/ le hacían peinados”.
Mientras buena parte de los argentinos, aturdidos, baila por un sueño, Roberta Iannamico escribe los sueños de una generación atávica, bendita.