Reinó antes del cable, antes de internet y antes de Facebook. Entonces alcanzaban un canal, un par de radios y un teatro para ser considerado “zar”. Pero el tema central de su biografía (“de canillita a campeón”) lo había tomado de las grandes historias norteamericanas. No alcanzaría, en tanto, el nivel de Citizen Kane. Ese magnate que dominaba la prensa pero tambaleaba ante su crítico teatral y sobre todo ante los recuerdos de su infancia era una figura trágica. En cambio Romay trabajaba de “descubrir” talentos, voces y guiones para la televisión. Era el persistente redescubrimiento de sí mismo en la forja de la momentánea o perdurable celebridad de los otros. Todo lo pudo hacer porque aún no habían llegado plenamente las grandes corporaciones internacionales, que reemplazan al príncipe medieval por la fábrica capitalista de imágenes, donde el monarca que “actuaba en vivo” debe dejar paso a la histeria reglamentada del montajismo, que cuando deja de ser un arte se torna una fórmula coactiva sobre el derecho colectivo a las imágenes. Romay llegó al filo de esa época.
Trabajaba personalmente en los subterráneos de la lengua, donde se filtran los secretos del amor y se toleran todas las humillaciones, para convertirlas en ideas para la televisión. Representaba en su parábola de buceador de oportunidades a lo que hoy intenta decirse con la expresión “equipo de guionistas” y lo que antes los publicistas llamaron “tormenta de ideas”. Estas y otras fórmulas siempre pertenecieron a la industria cultural entendida como la sombra pronosticada y profetizada que emanaba del pensamiento revelado de millones de seres cotidianos. ¿Qué era la televisión? La proyección alucinada y mimética de esas perlas oscuras descubiertas en los pliegues de los desgarramientos del secreto familiar. En el mundo aparentemente simple de la vida cotidiana, sabiéndose que es el más complejo que hay, empresarios como Romay y Héctor Ricardo García se sintieron con libertad para ponerle imágenes seguramente arbitrarias a las pesadillas solitarias de la existencia común. Allí reposan los síntomas confesionales, que para las iglesias ocurren bajo condiciones específicas y resguardadas, pero aquí debían ocurrir bajo una sistematización horaria y con las luces de un set. Es el teatro, ciertamente –porque Romay fue finalmente un actor teatral–, pero traducido a la televisión. De ahí también la concepción autocrática de la gestión –mitad bondad (palabra con la que había bautizado uno de sus programas), mitad divertimento del domingo (otra de sus palabras programáticas, lo mismo que “almuerzo”) y de aquello en lo que siempre sabía recaer no sin elegancia. Ese arquetipo que definía lo efímero y lo sorprendente de las glorias del folletín universal (Simplemente María). Es decir, inventaba escenas de vida, partiendo de un necesario amor por lo apócrifo. Así inventó su propio nombre, tomado, según dicen, del de un jugador de fútbol al que admiraba. Contribuyó como pocos a una leyenda argentina –pero que todo país posee–: la del que se saca a alguien del anonimato y se lo hace famoso o rico, o ambas cosas a la vez. Romay lo hizo con locutores, actrices y temas, en un gesto propio del autodidacta al que le gusta recordar con magnanimidad sus humildes orígenes, para seguir reproduciéndolo con su varita mágica entre otros elegidos. Su especialidad era vivir en esos otros, triunfar por “interpósitas personas”, como suele decirse, y ver reflejados en ellas los capítulos de su propia vida.
Su profesión era la de locutor, pero nos engañaríamos si pasáramos rápidamente por alto esa figura antigua que la compleja madeja comunicacional nunca abandonó e incluso contribuyó a revivir. El locutor proviene del pregonero antiguo que condensa en el alcance de su voz un dilema o un drama pendiente de la comunidad. La radio creó comunidades invisibles y hasta hoy perdura por eso, complicidades que no se ven ni se tocan pero tienen la fuerza de una frase anónima cuya trivialidad puede embalsamarse para siempre como dictamen del alma popular. El locutor sabe eso y se esmera en ser el orfebre de su propia voz, sin robarle nada al canto pero tan lejos como éste de la emisión convencional del habla. Cuando el locutor despliega todas las potencialidades que siempre tiene el sentirse dentro de una voz, sale una predisposición “mágica” que puede convertirse en política o literatura; todo lo que implique el secreto de la comunidad revelado.
Romay tenía una biografía que sólo podía entenderse en el juego de relaciones de la radiofonía y la televisión con la política y la historia del país. Pero está de por medio la idea de que la existencia es la esencia del teatro; la idea de que una biografía secreta que se ha construido de irrupciones calculadas marcha hacia un mundo de teatralidad. Por eso es posible ver a Romay como encarnación viva de una etapa artesanal de la televisión de masas –y sale muy claramente de ese ámbito una obvia historia política–, pero no es posible ver su biografía si no lo vemos a él mismo como un momento en que el empresario de la ya nostálgica televisión de los años 60 hasta los 80 se torna autor demiúrgico de su propia irrupción biográfica. Fabricada con los materiales de lo que serían esos actos con los que hoy se lo recuerda: irrumpir repentinamente en los noticieros de su canal para comentar él mismo los sucesos del día, el drama nacional, lo que sin sospecharlo, quizá, era una parte de su propio drama.
*Filósofo.