Es sabido que este artista plástico montevideano, que este año cumplió 85 años, se hizo ciudadano argentino en 1980 para ser un rioplatense total, y desde hace 45 años pasa las tardes en Clarín para ilustrar su página política, y las mañanas en su taller, para enseñar y dibujar.
Pero hoy, cuando además preside nuestra Academia Nacional de Periodismo, no voy a referirme a toda su trayectoria y a los importantes premios internacionales y nacionales recibidos, que todo lector puede encontrar en Google, sino solamente a su relación con el lenguaje anterior u olvidado. Porque se dice que en algún momento de la historia de la humanidad se dio aquello que ciertas religiones llaman el Paraíso, lugar o estado caracterizado por la existencia –en su ámbito o momento histórico– de una plenitud y armonía de vidas que habría colmado de felicidad y bienestar a sus privilegiados habitantes, ajenos entonces a angustias, incertidumbre, injusticias, enfermedades, insatisfacciones y todo lo que hoy padecemos.
Claro está que no se ha podido precisar con exactitud, ni aun remotamente, cuánto duró semejante situación, pero sí en cambio hay coincidencias respecto de un hecho cósmicamente catastrófico, llamado también “pecado original”, que puso fin a tanta felicidad y a tanta belleza: así estamos hoy.
Una de las notables características de aquel estado paradisíaco habría sido la existencia de un lenguaje único, total, omnicomprensivo, inequívoco –unánime lo habría llamado Borges– que hoy podríamos llamar simplemente lenguaje anterior o lenguaje olvidado. Dicho lenguaje, desaparecido en razón de la mencionada catástrofe cósmica –para las interpretaciones religiosas, “pecado original”– era un lenguaje conjunta y simultáneamente plástico, musical y oral a la vez. Es obvio que la diversidad de los idiomas fue algo posterior y secundario.
Después de aquello, los hombres de todos los tiempos hemos tenido que arreglárnosla, usando uno y otros, u otros, separadamente, de acuerdo a nuestras posibles y mejores capacidades. Y desde entonces, cuanto mayor sea la nostalgia de aquel Paraíso, mayor también es la tendencia de los hombres a usar todas las expresiones posibles de lenguaje. Hermenegildo Sábat, para los amigos Menchi Sábat, es uno de esos privilegiados nostálgicos, cuya sensibilidad y talento artísticos lo impulsan permanentemente a expresarse a través de la plástica, la música y la palabra. Sin perjuicio, claro está, de que en él, como en la mayoría de los artistas, predomine uno de esos lenguajes, en cada caso, el menos olvidado, la parcela menos olvidada del lenguaje anterior, a partir de la cual –y de una manera seguramente inconsciente– el artista trata de recobrar aquella antigua omnicomprensiva capacidad de expresión.
Es por ello que la plástica de Sábat es musical y conceptual a la vez: de allí, sus libros de música, texto y color, y esos dibujos que sin una sola palabra dicen mucho más que lo que podría expresar el más denso editorial o la más sesuda nota de análisis político. Lo que ocurre es que la nostalgia del lenguaje anterior es solo patrimonio de los artistas, de los creadores, pudiendo llegar a constituir a veces –en los mejores logros de su expresión– una suerte de revelación. Y esta suerte de revelación, aunque escasa, muy propia en tiempos de grandes crisis, es lo único que permite, si se la comprende y acepta, superar la misma crisis para poder retornar, si no a aquel remoto Paraíso perdido, por lo menos a la vigencia de una vida social e individual más caracterizada por el realismo y la razón que por el autismo y el conflicto permanente, que llevan a la disolución.
Así son, pues, los dibujos de Menchi Sábat: una suerte de revelación personal, política y social. Pero claro está, hay que tener la capacidad y el coraje de percibirla y aceptarla, cosa no tan sencilla para nosotros, los argentinos, a quienes, por razones que no es este el momento de abordar, nos cuesta mucho aceptar la imagen que la “cámara fotográfica” o el “espejo” reflejan de nuestra realidad, personal o nacional. Tanto es así, que tal vez pudiéramos ser merecedores de esta advertencia: “Argentinos, cuando suene el timbre de sus casas, pongan mucho cuidado al abrir la puerta: puede ser la verdad”. Porque no obstante nuestra clara actitud narcisista, expresada en una casi obsesiva y permanente preocupación por la imagen que de nosotros se tiene, en lo personal y en lo nacional, y por “el qué dirán”, cuando esa imagen resulta negativa, nuestra primera tendencia es al rechazo, es decir al portazo, ya que nos duele o nos cuesta mucho reconocer la verdad.
Así las cosas, cada encuentro con los trabajos de Menchi Sábat, sobre todo con aquellos referidos a los personajes de la realidad política y social, puede llegar a resultar un sapo duro de tragar, pero Sábat, que viene desde lejos –vaya uno a saber de qué espacios y de qué tiempo– en esa búsqueda apasionada del lenguaje anterior, no tiene más remedio que mostrarnos las cosas derechamente, como son, desde su revelación.
Tal vez entonces fuera conveniente, de una vez por todas, comenzar a aceptar, nos guste o no, que la “cámara fotográfica” y el “espejo” suelen tener razón. Hermenegildo Sábat, también.
*Periodista, escritor y diplomático