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MARTINO, GARECA, BIANCHI, RAMON, CARUSO: APOGEO Y CAIDA

Sabios y chantas en la silla eléctrica

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“Quien dirige debe ejercer su autoridad, pero no en un sentido dictatorial, sino de respeto ganado por la sabiduría, el carisma. Una capacidad de control sobre la orquesta que debe imponerse por convencimiento”

Riccardo Mutti (Nápoles, 1941), reporteado por ‘El País’ (2011).

¿Para qué sirve un técnico de fútbol? ¿Cuál es su función, más allá de armar un equipo, entrenarlo y planear su estrategia? ¿Qué rol le asigna el imaginario popular? En el boxeo –un deporte que conozco bien– el entrenador cumple un papel esencial. Crea desde la nada; le enseña a su pupilo a pararse, a caminar, a comer. Trabaja de padre. El rincón tiene un simbolismo profundo. Maestro y discípulo viven una relación simbiótica, incomparable.

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Más allá de la buena voluntad de los formadores de Inferiores, los jugadores llegan a Primera sostenidos por su talento y su deseo; un capital que puede ser potenciado o destrozado por el técnico de turno. No hay lugar, salvo raras excepciones, para una relación más cercana. Todo es fugaz, aleatorio; con la rentabilidad como única religión.

¿Qué significa “saber” de fútbol? ¿Alguien puede anticipar lo que sucederá entre veintidós hombres en pugna, sometidos presiones de todo tipo y el azar de una pelota que, con un mal pique, lo puede cambiar todo? ¿Cuál es el secreto del buen técnico? ¿Eso que llaman “manejo del vestuario”? ¿Un discurso que, como canto de sirena, convence a los suyos que son más de lo que son? ¿Su táctica? ¿La planificación? ¿Saber elegir?

Pep Guardiola ironizó sobre el aura de infalibilidad que trae el éxito, durante su charla en Buenos Aires: “Cada jugador necesita un trato diferente. Unos precisan ser arropados; con otros, lo mejor es provocarlos, así les salta el orgullo. A un talentoso que no veía bien, lo invité a tomar algo, a charlar de la vida. Y en la siguiente fecha metió tres goles. Pero con un central, un león de ésos que van al frente, cometí un error grave. Veníamos de perder el partido de ida por una semifinal de Champions y para motivarlo, le dije: “¿Sabes? Tengo dudas sobre quién jugará mañana”. Nos eliminaron. Y al mes, me confesó: “Pep, con esa frase, me hundiste”. ¡Madre mía; llené de dudas a un chaval que es una fiera! Créanme, manejar grupos humanos no es un trabajo fácil”.

En 2005 pasaron por Colón dos de los técnicos más elogiados en este torneo. Juan Pizzi –en aquel momento en dupla con José del Solar– fue despedido luego de perder los primeros tres partidos. Lo reemplazó Gerardo Martino, multicampeón en Paraguay, que también tuvo que irse después de 21 fechas, con el equipo antepenúltimo. Ese año, Ricardo Gareca dirigía a América de Cali, con un único título ganado: el ascenso con Talleres, en 1998. Es bueno recordar las malas en este tiempo de bonanza y elogios desmedidos. Porque Martino y Gareca –ayer protagonistas de esa exótica finalísima– hace rato sostienen, más allá del resultado, una estética de juego: tenencia de balón, presión constante, juego por abajo, triangulaciones, aceleración. Nada que no esté inventado; nada que sea fácil de hacer.

Akio Morita, fundador de Sony, solía recordar el caso de uno de sus gerentes, cuya área producía mucho más que la de sus colegas. Para conocer su secreto mandó dos asistentes a su oficina. Lo encontraron tejiendo. “Es mi hobby”, aclaró con una sonrisa. Después, detalló su rutina. Nada que no hicieran los demás. “¿Qué pasa si surge un problema?”, preguntaron. “Nada. Reúno a mi gente y le pido que lo solucionen”, contestó sin perder su tono amable. “¿Eso es todo?”, insistieron. “Sí, ellos saben qué hacer”. La pregunta final era obvia: “¿Y usted qué hace?”. El gerente no dudó: “¿Yo? Estoy aquí; y ellos lo saben”.

Quizá en esa presencia, en la seguridad que trasmite la figura respetada, en la palabra sensata antes que el grito tribunero, esté la clave. 

Nuestro realismo mágico futbolero descontaba un duelo mano a mano entre Bianchi y Ramón Díaz. Error. Boca fue una decepción, más que por sus números –que fueron pésimos– por la sensación de desconcierto que siempre transmitió el equipo. River alternó buenas con muy malas, pero sumó puntos; tantos, que terminó segundo, casi sin darse cuenta. Los dos quedaron en deuda.

El que terminó como un héroe, una vez más, fue Caruso Lombardi; 7 a 1 a favor en equipos con la soga al cuello, según su cuenta personal. Salvó a un equipo de chicos al que todos –yo el primero– daban por descendido. “El 70 por ciento del ambiente quería que me fuera, pero no por eso ahora busco que los medios digan que les tapé la boca a todos, ¿eh?”, dijo, transparente, en una pirueta torpe pero efectiva, muy a su estilo.

Especialista en naufragios, se maneja como nadie en situaciones límite, donde la gente se muestra tal cual es, sin maquillaje. Ordena las líneas, los prepara para no ceder ni un milímetro, olvida el prejuicio estético y se concentra –en un acto de argentinismo clásico–, en sacar ventaja. Es lo suyo. Apela a todo, sin límites ni pudor. Si hay que borrar gente, la borra; si hay que llorar por los árbitros, llora; si conviene ensuciar a otro técnico para que su equipo juegue como para taparle la boca, lo ensucia. Tolera el papelón con tal de conseguir su objetivo. Es lo que muchos llaman, por piedad o excesivo respeto, un “pragmático”. En todo caso, pide disculpas y ya; a otra cosa.

Paradojas de una sociedad que, en su justa lucha contra el racismo y la agresión al diferente, demoniza la palabra “discriminación” mientras tolera lo “indiscriminado”. Políticos que pactan con cualquiera con tal de retener banca y kiosco; colegas cuya patria es el que paga; expertos en salvar para salvarse, sea como sea.

Historias tristes; folletines mal contados donde, en lugar del mayordomo, el sospechoso es el portero.

Y Cantero, claro; el que insiste en poner la otra mejilla.