COLUMNISTAS

Sabores del verano

Es un cambio tan notorio que impone respeto. La luz y la temperatura se han transformado y lo taciturno y malévolo del frío pasado sólo evocan un pasado que ahora luce remoto.

Pepe150
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Es un cambio tan notorio que impone respeto. La luz y la temperatura se han transformado y lo taciturno y malévolo del frío pasado sólo evocan un pasado que ahora luce remoto.
El desembarco de los calores, abrazados a la intensidad punzante de las nuevas luces tardías que prologan noches de gozo, modifica el panorama y trastorna la mirada previa, de melancólica amargura.
En acto se reproducen los acercamientos visuales, con mucha gente en la calle, veredas tapizadas de mesas cubiertas de cerveza y comida, racimos de personas que ocupan el espacio con un énfasis notable, como actores de una comedia vibrante.
Todo sucede como si nunca hubiera habido tanta muchedumbre circulando. ¿Reactivación económica o puro rebote hormonal tras el invierno glacial que congeló los instintos? Pero como fuera, impresiona el despliegue humano que ahora merodea por los espacios públicos de las grandes y medianas ciudades del país, en una rotación que asocia gente intacta con remedos de personas, curiosa mezcla de humanidades en vigencia y fracasos individuales demasiado ostensibles como para ver en ellos apenas excepciones a la regla.
En Buenos Aires es particularmente arrebatadora la coexistencia del andante continuo de algunos con el colapso estentóreo de otros. Si hurgo en mi memoria, el registro de los crotos, cirujas y pordioseros entrevistos en aquellos años no se compadece con esta protuberancia actual del horror que, ahora mismo, se exhibe agresivamente en los ámbitos de esparcimiento puestos en valor por la ciudad y que se degradan casi de inmediato.
Esos más de mil seres humanos “en situación de calle” que los funcionarios municipales acaban de censar esta semana son la estricta fotografía de un fracaso urbano colosal. Son degradaciones humanas que el poder político no registra verdaderamente, en profundidad, más allá de la burocrática reseña de cantidad de almas en penuria.
Les resulta imposible ver a esos seres menos que pobres, durmiendo en las calles; la rutina cotidiana de los que mandan los lleva a sobrevolar la vida en helicóptero, en aviones privados, o en coches con chofer y vidrios muy polarizados. ¿Es que acaso alguna vez los conductores del poder nacional se aventuran a patrullar las calles sin la protección de ese blindaje de seguridad con que, comprensiblemente, se protegen?
Rutina, temor, inercia, costumbre, comodidad, temor, lo cierto es que desde el poder se manejan cifras y gloriosos esquemas, gaseosa palabrería masajeada luego por las palabrejas de esa intelectualidad “comprometida” porque finalmente consiguió acomodarse con el tiempo y con el poder y entonces entona hosannas a este tiempo nuevo, una era donde presuntamente habría retrocedido la obscenidad de la indigencia, y avanzado la gloriosa soberbia del trabajo dignificador e incluyente.
Vengan a verlos, salgan de las aulas de las facultades de ciencias sociales, aterrorizadas por la maldad del “neoliberalismo” y dense una vuelta por las recovas (Once, Paseo Colón, Retiro, Constitución son sitios inmejorables para detectarlos), o por las pútridas esquinas de Montserrat, por la Plaza del Congreso adornada por la noche de desechos humanos que permanecen como abulonados a sus oscuros recovecos.
Hacia la madrugada, en puertas y zaguanes sólo se ven bultos humanos arropados en trapos inmundos, acostados sobre colchonetas indignas. En la esquina de las ruinas insepultas de la Confitería del Molino, por ejemplo, vive hace meses un hombre sin piernas, que se desplaza en una precaria silla de ruedas y ha armado una carpa miserable con vista al Congreso. Nadie lo salvó, ni lo ayuda, ni lo orienta.
No se trata de disfrazarse de pobres, claro, pero tampoco de ignorar las intemperies más crueles. La ciudad convive con sus chancros, resignada y lisa, sin quejas ni horrores. El horror, en verdad, es tan cotidiano que anestesia.
Un semáforo en rojo me frena en Montevideo y Bartolomé Mitre. Es la una de la mañana. Un niño que no ha aprendido aún a caminar ha sido puesto por sus padres cartoneros en el compartimiento delantero de un chango de supermercado. Junto a él, su padre está orinando sin mayores protocolos, dirigiendo el chorro a una pared, mientras su mujer clasifica residuos en posición agachada, de cuclillas.
¿Cumbre iberoamericana? ¿Concertación plural? ¿Gorilas? ¿Hegemónicos? ¿Retenciones agropecuarias? Una desoladora sensación de que casi todos son extranjeros a ese lenguaje, flagrantemente contrapuesto a unas realidades patéticas, me trepa por las vísceras. Pelea entre el lenguaje y los signos vitales, esos impulsos de vida y de muerte que chocan en la calle, ofreciendo en simultánea la sensualidad casi agresiva de mujeres expansivas o la naturalidad medio agreste de varones impulsivos, junto con las derrotas humanas y las señales del desprecio cobijadas por la ciudad.
Ese borde hiriente entre luz y oscuridad agudiza sus contornos a medida que el país se abalanza hacia un verano que desnuda, libera y además ayuda a mentir mejor. Imposible no tomar nota de unos cambios que en absoluto pueden ser ignorados por el cronista. Todo sucede como si el fornido florecimiento de las especies, esa luminosidad más esperanzadora que dilata los días y endulza las noches, anunciara un tiempo mejor, de distensión y convergencia.
Mitos ilusorios, tal vez, pero no resiste a la prueba del tiempo un tipo de relato periodístico que sólo opere sobre los datos literarios y superficiales de la mera crónica política, y se desentienda pudorosamente de los olores y los ruidos. Rumbosa y oblicua, la Argentina de este tiempo se muestra y se oculta, seduce y frustra, ofrece y escamotea, promete y engaña. ¿Cómo se llama ese síndrome?

Fe de erratas: en mi columna “Dudas y esperanzas” publicada aquí el 4 de noviembre, cometí un error fuerte, que quiero aclarar. Dije que “una de las evidencias de los resultados del 28 de octubre es que la ganadora sacó la mitad de los votos de quien quedó segunda”. Naturalmente, invertí, sin proponérmelo, los términos reales: Cristina sacó el doble que Carrió. Perdón, lectores: aunque era evidente el trastrocamiento, debo decir que no fue adrede.