Por suerte nos pasó solamente una vez hace muchos años. Me refiero al corso. En Rosario, muchísimo tiempo atrás, había un solo corso en el Boulevard Oroño que viene a ser el sitio adecuado para esos desfiles y fiestas con mucha gente, mucha música, mucho barullo. Después, vaya usted a saber por qué, el corso empezó a servirse en pequeñas raciones, cada una en un barrio distinto ¡y una vez nos tocó a nosotros en la zona sur! Prefiero pasar por alto el recuerdo de esas aciagas horas cuando ni los chicos ni los grandes podíamos dormir hasta que no empezara a amanecer. Por suerte, como le decía, estimado señor, eso ya no sucede, no en la zona sur por lo menos, y los habitantes de los otros barrios de la ciudad cuentan con mi simpatía y hasta mi compasión. Cuidado, no es que yo descrea del carnaval o lo rechace de plano, al contrario. Me parece muy bien que una vez al año caigan (no del todo, por favor) las prohibiciones y ciertas convenciones, y la gente se largue a bailar y a cantar, y se ponga disfraces para disimular nombre y profesión. Me parece muy bien que una vez al año se aflojen las riendas que sostiene firmemente la vida en sociedad y que todos creamos, por un rato, que podemos bailar, reír y cantar por las calles y plazas sin que nos pongan el chaleco de fuerza y nos metan en una celda acolchada. La locura, cierta dosis de locura, sustenta ella también a la cordura. Está ahí, la limita, la completa. Eso sí: no hay que ignorarla ni que darle demasiada importancia, sí decirle “está bien, hermanita, dale nomás pero atenti que a las doce la carroza se convierte en calabaza, así que bajate antes no sea que el golpe te deje en la lona”. Si guardamos la seriedad y la buena conducta por unas horas y no ofendemos a nadie, la vida se va a dar por satisfecha y saturnales y antruejos pueden esperarnos otra vez por otro año.