El ómnibus se bambolea en la ruta a Montevideo. Me invitaron a dar un taller literario y allí vamos cruzando por la mañana uruguaya. El cruce a Colonia fue tan fácil que uno se pregunta por qué dejar que ese río tenga tanta presencia entre un país y otro. Por qué no ser más como los griegos para quienes el agua es camino, no barrera. Los griegos ven el mar como una gran autopista para sus alíscafos y ferrys que mantienen conectadas las islas. Para nosotros la orilla es el borde final, para ellos es una continuidad. Nuestra conciencia se detiene frente al agua, y eso hace que Uruguay quede tan lejos. Pero Montevideo queda más cerca de Buenos Aires que Rosario. Son 200 kilómetros en realidad. Claro que cuando te pagan el pasaje todo parece más cerca.
Así que me entrego a ese “no ser” que se siente al viajar. La ruta, el paisaje. Estaba necesitando salir de Buenos Aires. No me aguantaba a mí mismo. Estaba yo por todos lados, cruzándome conmigo en el pasillo de casa, permiso, a los codazos frente al plato de comida, disculpe, por todos lados yo haciéndome un té, durmiendo, duchándome. La casa repleta de Pedros. Y ahora soy sólo palmeras que pasan hacia atrás, caballitos tobianos, campos ondulados, nubes, y allá más lejos, aunque todavía no se vea, la presencia del mar. Un ataque de felicidad. Arriba en el vidrio de la ventana del ómnibus se lee “Salida de emergencia”, contra un fondo de cielo. Saco una foto. Parece una metáfora: para escapar hay que atravesar el azul, caerse para arriba, evaporarse. Hay un poema de Mermet que dice: “Mira el cielo y verás cómo no estamos”.