San Miguel del Monte es el pequeño pueblo en el que paso mis fines de semana. Allí, más o menos todos fueron testigos de la masacre policial, que quedó filmada y documentada. Pero desde hace un mes, como en Fuenteovejuna, la ciudad está militarizada. La orden parece ser implantar el miedo para que nadie se anime a declarar lo que todo el mundo sabe o sospecha o vio o teme haber visto. Aquí todos saben quiénes son unos y otros. ¿Habrán de arrasar con todos?
Esta semana, la revista Cítrica publicó la historia de Alexis Rodríguez, que fue quien vio la balacera sobre el auto de los chicos desde el Centro de Monitoreo de la Municipalidad de Monte. Alexis tuvo el valor de entregar las pruebas a la Justicia (es su trabajo) y desde entonces fue separado de su cargo. Se adujo que fue para preservarlo, pero al apartarlo del empleo lo que hicieron fue exponerlo: ahora los policías criminales saben quién puso la prueba. Le ofrecen volver al trabajo pero en horario nocturno, que es una manera de obligarlo a renunciar a su otro trabajo (con uno solo nadie vive al día) y si no acepta el cambio de horario, comenzarán a descontarle los días no trabajados. Es una forma de pedirle que renuncie.
Esta patoteada no puede salirles gratis. Toda una ciudad se ha plantado firme en sus principios. Alexis es apenas uno de los héroes antes anónimos que empiezan a levantar la voz: “La policía es una gran familia, vienen todos de una misma escuela, por más que aparten de su cargo a los implicados todo va a seguir igual. Si algo cambia acá, es porque la gente ya no se va a quedar callada nunca más”.
Lo que torna insoportables a los clásicos es su persistencia. Bien mirado, nada en el gran teatro está exento del ridículo. Si los clásicos vuelven a tener vigencia una y otra vez es porque el mundo está estancado en su miseria, y la naturaleza es más propensa a favorecer una adaptación biológica lenta y selectiva antes que una mejora inmediata y necesaria en el pensamiento y la razón.