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roberto sanchez, popularidad e idolatria

Sandro, el candidato que no fue

El vampirismo político pudo convertirlo en candidato a cualquier cosa como a otros tantos famosos, pero él llevaba siempre a mano el crucifijo.

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El vampirismo político pudo convertirlo en candidato a cualquier cosa como a otros tantos famosos, pero él llevaba siempre a mano el crucifijo. Vade retro. Roberto Sánchez sabía que no venían a chuparse literalmente su sangre, sino la popularidad de Sandro. Que era casi lo mismo. Desde una premeditada esquizofrenia, Sánchez llegó a considerar a Sandro ni más ni menos que una extraordinaria fuente de trabajo, construida, según dijo alguna vez, con mucho más esfuerzo que talento. Decidió no rifarla.

Acaso a muchos de nuestros impopulares dirigentes les vendría bárbaro mirarse un rato en el espejo de quien consiguió lo que a ellos les fascinaría pero suelen pedir prestado: ser un ídolo capaz de arrastrar sensibleras multitudes, queda visto que vivo o muerto.

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Roberto Sánchez logró tomar conciencia bastante a tiempo de que un ídolo es apenas una imagen, una proyección de aspiraciones, una irrealidad con efectos reales, aunque tan intangibles como las sensaciones positivas. “Si comprás el personaje, perdiste. Se confunde la ficción con la realidad”, decía. Se convenció dedicándole noches enteras a la lectura de Freud, de Jung, de Fromm, hasta entender que el mito, es decir la ambición de ser el producto que ofrecía, podía morfárselo de un bocado a la salida del siguiente show.

Se acercó a la filosofía desde la etimología, a partir de la lectura también frenética de dos tremendos diccionarios comprados en Clásica & Moderna, la coqueta librería-bar de Barrio Norte donde le permitían pagar todo el champán que consumía ya de madrugada (incluido, muchas veces, el que tomaban otros). La filosofía lo acercó a la religión y a cierto toque místico. Había que bancarse ser (o no ser) Sandro. Recitaba de memoria párrafos enteros de la Biblia o el Corán. A Jesucristo le decía “Jotacé”, quizá para igualarse un poco a algo grande de veras detrás del muro de Banfield, diseñado para protegerse de los destrozos de la fama.

Pudo saltarlo mudándose a Miami o a Puerto Rico, pero no. “Reniego de la Argentina y despotrico como cualquiera. El país es un poco como la vieja de uno. Lo adorás cuando sos chico, después lo querés matar y al final decís que tendrá todos esos defectos pero es tu vieja. Podríamos cambiar si empezáramos todos un poquito en lo suyo, si dejamos de lado la soberbia que tenemos y comenzamos a producir y dejamos de hablar. Estoy harto de escuchar que siempre la culpa la tiene el de al lado, que yo no fui nunca. Creo en este país, creo en mi gente. Pero todo logro necesita un sacrificio. A trabajar y basta de palabreríos”, decía.

Pese a que los militares le prohibieron alguna canción y a que cuando nadie se lo esperaba suspendió una gira por Centroamérica para sumarse, en el ’82, al recital que protagonizaron los rockeros por Malvinas, el renaciente e ideologizado progresismo lo premió con el incómodo antipodio de lo “grasa” y lo “mersa” en los inicios de la democracia. Había renegado muy temprano de la protesta. “¿Cuál fue la canción de protesta que haya cambiado algo? Le podrán haber cambiado algo a alguien en particular, pero no cambiaron al mundo...”, decía.

Tal vez haya terminado de pagar aquella cuenta esta semana, cuando (a diferencia de lo que, con justicia, había provocado noventa días antes el adiós a su querida Negra Sosa) el Gobierno no decretó ni una hora de duelo nacional por su fallecimiento.

Es cierto: tres años antes de servirle de capilla ardiente, el Congreso lo había premiado con la Mención de Honor Senador Domingo F. Sarmiento, un galardón que, en su género, lo igualó a la chamamecera Ramona Galarza y al baladista Mario Clavell. Inigualable en un poder de convocatoria que no necesitaba cortejos fúnebres para darse por hecho, Sánchez agradeció la medalla con lágrimas en los ojos.

Su pétrea invulnerabilidad ante la prensa redujo a impotencia lo que otros, muchas veces desesperados por una foto íntima, llaman indiscreción o impertinencia cuando les disgusta cómo se ven en los medios. Maradona pareció honesto: lo despidió considerándolo más grande que él mismo porque “a Sandro no pudieron entrarle nunca, no los dejó”.

¿Tenía ideología Sánchez? Aquí van tres aforismos de cafetín que solía repetir:

* “El único aval de la palabra es el hecho.”

* “El mayor capital es la confianza de los otros.”

* “Nunca fuerces nada hacia un fin, porque seguro se produce lo contrario.”

Menos mal que nunca fue candidato. Por ahí lo hubiera votado y todo silbando bajito. Así. O Penumbras.