Se han vuelto a despertar los alazanes del Apocalipsis, el odio y la sed de venganza. Las penurias de múltiples éxodos arrecian sobre las vidas de millones de árabes, kurdos, alauitas, coptos, drusos, islamitas sunitas, islamitas chiíes y cristianos. De la insepulta arrogancia imperial de ingleses, franceses y turcos, fluye idéntico caldo de superioridad que les otorga un derecho de pernada sobre el presente y el futuro de los países de la región. Al mismo tiempo, la súper potencia militar del hemisferio americano castiga con fulmíneo reflejo a unos mientras perdona a otros, por el obvio motivo… de haber cometido los mismos crímenes.
Una familia palestina permanece en Jordania esperando el día en que sean ciudadanos de un Estado, mientras trabaja para que al menos uno de los hijos pueda mantener el nivel cultural de su pueblo. Mientras tanto, en Siria… la historia de la reina Zenobia, la frescura verde del oasis del Guta, las ruinas romanas de Afamia –con sus columnas pálidas como abedules–, y la sangre, la sangre que se derrama. La telaraña del conflicto no es reducible a unos renglones. Hace falta dar una mirada al mapa territorial, político y social.
La extensión de Siria –un tercio de la de la provincia de Buenos Aires– es un desierto en el 50% de su superficie. Sobre el Mediterráneo, al oeste, vive la mayoría de los alauitas –una variante musulmana emparentada con la confesión chiíta y mayoritariamente favorable al gobierno de Al Assad–. Alauitas son los miembros del gobierno, las fuerzas de élite de los militares y parte importante de la dirigencia del país. En el sur, cerca de la frontera con el Líbano, se concentran los drusos y algunas comunidades cristianas, también presentes en la zona alauita. Al norte, a lo largo de una franja que corre contigua a la frontera con Turquía, está radicada la minoría kurda, conectada a través de una frontera porosa con la región autónoma del Kurdistán iraní y con los kurdos de Turquía.
Los “rebeldes”, término que abarca a grupos de diferente pertenencia religiosa, política o tribal, están activos en el corredor norte–sur, o sea: el eje delineado por la autopista que une Damasco con la frontera turca; también son fuertes en la zona este de la capital (tablado del horror de los niños gaseados con agentes neurotóxicos) y en la región cercana a la frontera con Irak.
La primera definición que se dio a la cuestión Siria fue la de una “revolución” contra el aborrecido régimen de Al Assad. Una más en el contexto de lo que velozmente se prefirió llamar “primavera árabe”, en ese típico ejercicio sumatorio occidental de buena conciencia sin compromiso y exotismo inculto. Pero lo que está ocurriendo y –sobre todo– lo que ha de ocurrir no encajan en una descripción de “lucha de un pueblo unido contra una dictadura”. Al violar los tres compromisos iniciales de no recurrir a la violencia, no aliarse con extranjeros y no perseguir a las otras comunidades, los múltiples rebeldes han transformado la lucha en una guerra civil.
Porque, a instancia de los mismos grupos rebeldes, se ha generalizado la intervención de las potencias regionales y extra regionales; porque la tortura y la aberración son prenda común de todas las partes involucradas; y porque la “limpieza” étnica es un hecho pavoroso que han puesto en movimiento varios éxodos de tristísima retina. En las últimas horas, los que cruzan al Líbano han cambiado la ropa tradicional musulmana por el traje y la corbata: según The Guardian, marchan bien vestidos y con privilegios de primera línea. Los misiles Tomahawk de los cuatro destructores clase Arleigh Burke que Estados Unidos tiene surtos en el este del Mediterráneo surcan las realidades virtuales de la imaginación aun antes de ser lanzados.
Dos ingredientes que le suman relieve: las deserciones de soldados de las fuerzas de Al Assad y la configuración de lucha armada adoptada por la acción rebelde. Existen dos componentes más: la guerra religiosa y la guerra fría internacional; ambos confluyen con un importante componente regional: la guerra por el control de Siria. Guerra civil, entonces, pero guerra internacional también, y guerra religiosa. Esta última librada entre facciones yihadistas y que opone, por un lado, a los partidarios de Al Qaeda de adscripción sunita (apoyados por Arabia Saudita, Qatar, Turquía), y por el otro al Hezbollah, fieles a la causa chiíta, a quienes hay que sumar –por afinidad– a los alauitas (apoyados por grupos del Líbano, Yemen, Irak, Bahrein...).
El componente internacional le da al conflicto su dimensión de “guerra fría” por el nivel de tensión y riesgo que está incubando. Opone a Estados Unidos y sus aliados frente a Rusia, Irán y los suyos. Respecto de los aliados de Washington, no es ocioso subrayar que no son todos los que están ni están todos los que son. La autorización a David Cameron para una “acción militar en Siria” fue rechazada por los legisladores británicos. Los integrantes más inclinados por la efusión de sangre (ajena) del Gabinete ejecutivo insisten con que existe una autorización del Procurador del Reino –bajo ciertas condiciones– que autoriza la opción militar. Cameron sabe que esa opinión jurídica nada dice de las consecuencias políticas que debería afrontar.
Por lo demás, Irán es un protagonista decisivo. Una fuente diplomática francesa confiable afirma que el cuerpo de élite de los Guardianes de la Revolución iraní ha intervenido en la lucha por el control de la ciudad de Homs. Para los líderes iraníes, Siria es la 35º provincia de Irán, y Damasco la capital de un país tributario.
A su tiempo, armado desde Turquía y el Líbano, el llamado Ejército Sirio Libre controla parte del territorio –alrededor del 50%– incluyendo vastas zonas desérticas, algunas ciudades y secciones de Damasco y Alepo.
El vital puerto de Latakia, sobre el Mediterráneo, apostadero naval ruso, está en plena zona alauita y bajo el control del gobierno. En cuanto a la múltiple y vaporosa (pero efectiva) actividad de las guerrillas islámicas, se constata una ocupación creciente de territorios hacia el este, y la imposición de la charia en la capital provincial de Raqqa.
Un interrogante ineludible: si cae Al Assad, ¿Estados Unidos y sus aliados deberán enfrentar un poder islámico a ultranza? En ese caso, ¿será posible evitar que el escenario bélico se amplíe a Irán? Y otro, final: el fusilamiento de los partidarios de los Hermanos Musulmanes, el 14 de agosto pasado, en El Cairo, ¿no hubiera merecido acaso la misma reacción occidental que la motivada por el asesinato con gases letales en Damasco? ¿No será que según quién sea el verdugo y quién el condenado habrá piedad o se agregará escarnio?
Barack Obama es egresado en Derecho de Harvard; conoce los límites que debería tener la invocación bifronte de algunos principios del Derecho Internacional. No parece haber sopesado lo suficiente como para concluir en que la caída eventual del régimen de Al Assad puede dar nacimiento a un estado fallido y desatar una lucha aún más cruel y fratricida entre las distintas facciones rivales. Armar a Al Qaeda en Siria al mismo tiempo que se la combate en Afganistán y Pakistán resulta no solamente contradictorio, sino peligroso. El recuerdo de la invasión a Irak en 2003 y las “armas de destrucción masiva” que jamás fueron encontradas no es siquiera una comparación posible ya que el gas sarín es letal y prohibido, pero no es un arma de aquellas características.
Una reflexión conclusiva que pretende, en tiempos de cinismo recargado, reponer un dilema moral: ¿cómo hará el gobierno de los Estados Unidos para explicar –y convencer– a la opinión mundial de que la matanza e incineración de 1.300 humanos hermanos en una plaza de El Cairo no resulta ser suficiente para repudiar al Mariscal Sisi y a los demás espectros de Mubarak que protagonizaron el golpe de Estado contra el presidente Morsi? Porque Morsi, cualquiera que fuera el número y tamaño de sus desaciertos, es el primer presidente democrático en la historia de Egipto, por lo que el benévolo rezongo de Washington hacia los bárbaros que lo derrocaron e inauguraron un período de odio y resentimiento entre los egipcios no hace más que socavar la credibilidad y el respeto que, hacia los Estados Unidos –por provecho o por pavor– albergaban numerosos ciudadanos de Oriente Medio.