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resquicios

Saturación

El héroe permanece, persiste, perdura: tan fijo y tan constante como el propio sentido del bien. Los malvados, en cambio, rotan, se relevan, se suceden. En el Batman de la tele, el psicodélico, el de Adam West, esto era especialmente claro; los malvados desfilaban a razón de uno por capítulo (a veces el Guasón, a veces el Pingüino, a veces el Acertijo, a veces el Capitán Frío), para enfrentarse siempre con Batman, una y otra vez con Batman.

El héroe cuenta con dos identidades, una sabida, otra secreta: es Bruno Díaz y es Batman, es Clark Kent y es Súperman, es Diego de la Vega y es El Zorro: es persona y personaje. Los malvados, en cambio, son solamente personajes, y la persona que fueron o que son se diluye por completo, sirve sólo para explicar por qué se hicieron malvados. El asunto se les vuelve fatal: ya no pueden dejar de ser ese personaje en el que se convirtieron (el héroe, por el contrario, fantasea cada tanto con la dichosa posibilidad de ya no existir, de ser sólo persona común y nada más, porque eso indicaría la feliz situación de que el bien ha triunfado por fin y ellos ya no hacen más falta en el mundo).

El héroe puede entonces resultar más plano, por momentos incluso algo anodino. Hace lo que tiene que hacer y sabe bien que tiene que hacerlo; tan sólo en momentos de excepción entra en crisis y es menos lineal (pero eso le ocurre en todo caso a la persona, no al personaje: a Diego de la Vega, no al Zorro, a Bruno Díaz, no a Batman). Los malvados, por el contrario, tienden a ser oscuros, retorcidos, escabrosos, intrincados, cavernosos. Están dañados, como pueden estarlo otros; pero, a diferencia de otros, el daño los constituye por entero y los hace actuar como actúan. Del daño que los produjo ya no pueden nunca salirse. De ahí proviene su compulsiva necesidad de dañar y el siniestro disfrute que exhiben cada vez que dañan.

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Está claro que eso mismo puede tornarlos en cierto sentido interesantes, y hasta incluso algo atractivos. Los complace hacer sufrir, y al hacerlo se regocijan; eso alcanza un poder de enganche que no es ajeno al de los psicópatas. Porque no hay nadie como un psicópata para enganchar; por eso no es fácil desentenderse, por eso a quienes quedan a su alcance les puede costar sustraerse.

Eso sí: aunque atraigan de algún modo en un comienzo, los malvados a la larga cansan. Fatigan, desgastan, aburren, saturan. Como no pueden dejar de hacer eso que hacen, como no pueden dejar de repetir eso que dicen, llega un punto en que saturan con su siempre lo mismo. De ahí la sapiencia de la cultura de masas, que astutamente los hace rotar. En el mundo de la vida (de la vida de cada cual), puede que no resulte sencillo mantenerse alejado de ellos o, más aún, sacárselos de encima. Y en el mundo de la política de un país, es fundamental que no accedan al manejo del poder del Estado. Ante todo, porque allí su poder de hacer daño aumenta. Pero además porque nos aplastan, nos hastían, nos agotan, nos embotan, y el aparato estatal hace que casi no quede resquicio.