El error de la Revolución Libertadora/Fusiladora fue sencillamente haber existido, porque, según uno de sus connotados integrantes manifestó en el cenáculo de sus conmilitones, “a ése lo derrocamos justo cuando estaba haciendo lo que queríamos”. De allí se deriva la construcción de nuestro gran mito colectivo del siglo XX, con el desplazamiento de la política a la mística nostalgiosa y tirando a judeocristiana de la edad dorada y el eterno retorno –perpetuamente diferido y luego deprimentemente consumado– del Líder y las agitaciones de la Resistencia, que en los tiempos mediáticos que corren traduce la dicotomía entre puros y traidores, apocalípticos e integrados, bajo la poco excitante pero muy movida opción de farandulizarse o no, es decir, de asistir o no asistir al circense bailable de Tinelli. Una pequeña digresión: humorísticamente, Jorge Asís le quitó gravedad al asunto diciendo que si en el ’58 hubiera existido un programa de televisión que alcanzara los treinta puntos de rating, Balbín y Frondizi habrían bailado ahí, lo que deja flotando un interrogante. ¿Qué habría hecho, puesto en la misma situación, el inventor de un movimiento que lleva su nombre y que patentó también las relaciones carnales entre farándula y política (no me refiero a Menem)? Yo creo que, por su deseo de asimilarse al Sumo Pontífice, Perón habría solicitado el puesto de jurado.
Quizá entonces, en el fondo, Randazzo sea sólo kirchnerista y no peronista, y entonces se apuró a sostener su figura en el acto de su no-presencia en Bailando por el sueño de la AFA de Tinelli. Pero la campaña desde el lugar de la negatividad le asigna un valor supremo del lugar que se niega desde “la resistencia”, y aunque ésta, como en su caso, se ejerza desde el centro mismo del poder y acusando a otros de serlo verdaderamente. Pero volviendo al tema: hacerse el nudo de la corbata con una sola mano en un programa que ven tres millones de personas quizá sea en estos tiempos más eficaz que jugar a reírse/no reírse de un manco en amable compañía de un colectivo paraoficial que necesita de doscientas o quinientas manos para redactar una carta y que desde el día mismo de su creación se dedica menos a la cruda lucha por el poder que a la melancólica y anticipada reflexión en tiempo pasado sobre la edad dorada del cristinismo. Desde esa plataforma, Randazzo, al bromear sobre Scioli, usurpa el lugar humorístico de su doble o de su sombra, en tanto que Scioli, desde el piso de su amigo del alma, hace lo que sólo él puede hacer: volver rentable la mano que le resta probando que con esfuerzo, sacrificio, confianza, etc., etc., alguien puede superar la adversidad: lo que su gesto postula es que el único argentino que anuda su corbata con sólo cinco dedos bien podría ser elegido para desatar el nudo gordiano de nuestra crisis perpetua.
Otra cosita. A veces, en la luneta de los colectivos, veo tuneada la cara de un señor, José Beraldi, que se propone para presidente de Boca y me pregunto: “¿Será o no será él, el mismo?”. Hace unos días lo llamé a mi amigo Claudio Barragán y le pregunté si se trataba de “nuestro” Beraldi, el compañero de la escuela secundaria. Barragán tampoco se acuerda: en la secundaria nos llamábamos por nuestros apellidos. “Mi” Beraldi me enseñó, imborrablemente, dos virtudes cardinales del cristianismo y la política: la dichosa resignación y la traición. La primera, cuando me confesó que ir a la escuela, charlar de fútbol con los amigos en la esquina y ver a su novia en el baile de los sábados, eran actividades que lo hacían inmensamente feliz. La segunda, cuando, ante una cháchara banal de mi parte, un indigesto y pedante eructo de lecturas anarquistas que postulaban la comunidad de las mujeres, la eliminación del Estado y la propiedad colectiva de los bienes y la supresión del trabajo alienado, etc., etc., respondió con un meditativo silencio que yo creí fruto de mi persuasión y que sólo testimoniaba su aburrimiento, me acompañó hasta la parada –eran los tiempos de sangrienta gloria de la Triple A–, y cuando el colectivo llegó y yo ascendí y estaba a punto de sacar mi boleto, antes de que el chofer cerrara la puerta me despidió con un grito delator: “¡Chau, comunista!”.