Hace casi 23 años, en diciembre de 1990, muy gradualmente, se lograba bajar la inflación, mejorar la situación fiscal y aumentar las reservas internacionales, después de los golpes hiperinflacionarios de julio de 1989 y marzo de 1990. Como presidente del Banco Central, llevaba 18 meses combatiendo contra las ideas “mágicas” de una reforma monetaria y cambiaria que derivara en una convertibilidad, como proponían varios economistas.
En ese mes fuimos a comer al Tomo 1 de la Av. Las Heras con José Luis Manzano, entonces un muy influyente secretario de la presidencia de Carlos Menem, y me dice, palabras más o palabras menos, “con tu política y la del Negro (por Erman González, ministro de Economía) vamos a perder las elecciones de julio, pero con lo que nos propone Mingo, podemos generar una euforia, y ganarlas”. Lo que sucedió pocos meses más tarde, y sus consecuencias, es historia conocida. Lo que importa destacar es que ese día se instaló el populismo en la democracia reciente.
15 años más tarde, en el 2006, otro presidente peronista, Néstor Kirchner, adoptó nuevamente medidas populistas, que también transitaron por la misma receta de apreciar el tipo de cambio, favorecer el consumo por encima de la producción, y facilitar el bienestar de muchos, más allá de las posibilidades reales de los argentinos. Y también, posibilitar el surgimiento de fortunas fáciles, y múltiples hechos de corrupción.
Esta vez no se lo financió con endeudamiento externo como en los 90, sino con una presión tributaria explícita 68% superior a la de Menem, y 170% superior a la de Raúl Alfonsín. Pero como ésta no alcanzaba, también se usó el impuesto inflacionario, y el consumo de casi 20 mil millones de dólares de las reservas, el agotamiento de las reservas petroleras y gasíferas, y también de una fuerte reducción del stock ganadero. Y deberíamos sumar también la apropiación, por medio del atraso cambiario, de muchos miles de millones de dólares que se les quitaron a los productores agropecuarios, a exportadores como los bodegueros, los frigoríficos, la industria láctea, a los exportadores industriales, y a los desarrolladores de software locales, entre muchas otras actividades perjudicadas por la apreciación del peso.
Porque, más allá de las diferencias del relato, es el mismo modelo populista de los 90 y el de los Kirchner, que debilitó la Argentina verdaderamente productiva, destruyó la cultura del trabajo, y propició la corrupción y el enriquecimiento fácil.
Este modelo populista, profundizado por la actual presidenta Fernández de Kirchner, generó una distribución de recursos, que podría ser muy deseable, pero que no tiene como respaldo una actividad productiva y competitiva, sostenible en el tiempo. Este populismo se manifiesta en los ingentes subsidios recibidos por millones de argentinos, muchos de los cuales podrían haber pagado precios más razonables por el consumo de energía, evitándose tanto derroche, o por el transporte público. También se manifiesta en el excesivo incremento del empleo público, muy superior a las verdaderas necesidades de la administración pública, y en planes sociales, no me refiero ni a la AUH ni a la ampliación jubilatoria, que tienen como contrapartida la militancia política.
La esencia del populismo, que no tiene nada que ver con lo popular, es justamente, crear condiciones ficticias e insostenibles de un bienestar, por definición pasajero, con el solo propósito de obtener un resultado favorable en las elecciones siguientes. El populismo es la preeminencia de lo inmediato, del corto plazo, por encima de lo sostenible en el tiempo. En palabras de Daniel Larriqueta, es la ausencia de la visión del futuro. Y por eso, esos beneficios otorgados constituyen verdaderas estafas, ya que no se podrán mantener, y generarán más frustración.
Es muy positivo que la ciudadanía empiece a comprender que cuando resulta gratis viajar en tren, finalmente los trenes se rompen, y a veces lamentablemente no frenan provocando muertes. Y que cuando te regalan, o casi, la electricidad y el gas, terminamos en cortes, por lo menos a las industrias, que reducen entonces su producción, y los salarios que pagan. Y que cuando se destruye la cultura del trabajo, ya nadie considera que producir eficientemente es un camino válido para crecer con justicia social.
El peronismo reciente, quizás no Juan Perón, ha sido esencialmente populista, siempre dispuesto a pagar precios altísimos por generar euforias de consumo, como en los 90, y como en los años recientes. Probablemente, la propia definición de ser un “movimiento” y no un partido político, es una condición inseparable de su vocación populista. Al ser un movimiento, no tiene por qué tener un pensamiento estructurado con objetivos de largo plazo, ni con una idea clara del país que pretende lograr. Tampoco un conjunto de doctrina ni de instituciones partidarias que puedan marcar el rumbo o denunciar los desvíos. Hasta ahora lo principal ha sido el acceso al poder, ya sea con planteos de izquierda o de derecha, y siempre dispuesto a prometer lo que no puede entregar. Ojala sus mentes más lúcidas y honestas, que las tiene, comprendan la necesidad de desterrar estas prácticas, que tanta frustración están creando en los argentinos.
Alternativas para 2015. Debemos confiar en que las dos experiencias populistas en estos veinte años sean suficientes para dar por aprendida la lección. No debemos descartar que en 2015 sea el turno de la coalición panradical, que incluye a los frentes que disputan en las provincias de Buenos Aires y Santa Fe y a UNEN de Capital Federal, además de en otras provincias.
A nivel nacional, sólo 400 mil votos los separaron del FpV en agosto, y es probable que el 27 de octubre sean bastante menos. Además, el oficialismo parece más inclinado a perder en 2015 a favor de una fuerza no peronista, como receta repetida (recordemos 1999) para preservar su manejo partidario. Obviamente, para ellos lo ideal sería perder contra “la derecha”, y que sobrevenga el ajuste salvaje, que les permita volver a ganar en 2017, y volver al poder en 2019.
El desafío de esta coalición panradical será lograr un muy rápido mejoramiento de las condiciones para la inversión, la exportación y la producción en general. Pero simultáneamente evitar que eso sea logrado a cambio de un deterioro social, como sería el caso si se basa en un golpe de inflación y devaluación, como en 1989 y en 2001. Los bajísimos niveles de endeudamiento público externo, sumado a la liquidez internacional, permitirían lograr rápidamente un alivio impositivo significativo para la actividad productiva. Por otro lado, se deberían tomar tres o cuatro años para reducir muy gradualmente la inflación, volver a la unificación y liberación cambiaria, y desmantelar el laberinto de subsidios, regulaciones y planes clientelares que los Kirchner dejarán como pesada herencia a los que los sucedan.