Llega un momento en el que una se resigna. Y bien, piensa, somos así y no hay remedio para eso. Tal vez algún paliativo que venga del lado de la ciencia o de la religión, que viéndolo bien, andan las dos en lo mismo. Somos violentos, así, considerados como especie. Hay que reconocer que somos violentos. Ante cualquier eventualidad reaccionamos a los gritos y a las piñas. Y cuando la cosa es brava o se extiende a gran parte del mundo y ya los aullidos y los golpes pierden efectividad, al aire envenenado y los hongos que explotan en la atmósfera. Lo repito porque me gustaría que no fuera cierto, quizá para convencerme como decía al principio; resignarme. El Homo sapiens sapiens es violento por naturaleza, triste realidad. Un día vamos a terminar nadando en nuestra propia sangre y chau, habría que ver si algo va a quedar de nosotros, de aquella historia que empezó hace cien mil años y que empezó con violencia barriendo a la otra especie, más sensata y pacífica, que ocupaba la planicie. Podrían haber convivido, ¿por qué no? Bueno, porque el sapiens era violento. Porque, como dice Tattersall en un libro estupendo sobre el tema, “ellos ya eran nosotros”. Sí, ya estábamos ahí y no atinamos a tender la mano y decir o expresar con gestos “hola, muchachos, ¿nos hacen un lugarcito cerca del arroyo?”. Ah, no, pegamos un ladrido, recogimos piedras, empezamos a los golpes, matamos a los que pudimos e inauguramos la historia. Así fue, y sería bueno que nos arrepintiéramos y tratáramos de ver cómo se arregla esto. Sería bueno, por ejemplo, que en Turquía el general hubiera ido a la casa de gobierno y dijera “vea, don Recep, los muchachos están descontentos”. Y entonces el señor Erdogan habría contestado “bueno, amigo, vamos a tomar un café y hablar de este asunto a ver qué podemos hacer”. Pero no hubo caso. Y así nos va. Y cabe preguntarse: ¿cómo nos estaría yendo si no fuéramos violentos?