(Que nunca fueron buenas, pero vamos a tratar de evitar semejante dictamen). Se lo dije hace unos días: quiero mudarme de mundo. Este ya no me gusta, no me hace feliz. Me dejé en el tintero (disculpe el anacronismo: de vez en cuando me da por ahí) algunos rasgos vitales como el que despliega la televisión cuando dedica horas al festival del morbo y en todos los canales explican los detalles de la violación, el estrangulamiento, las torturas, los minutos y segundos en las festicholas de sexo y droga.
Una cosa es informar con profesionalidad y otra es detallar con fruición. Una cosa es preguntarle a un testigo si vio pasar un auto sospechoso y otra es alentar a una criatura a contar cómo la violaban su abuelito y su papá. Con lo primero se alerta al público. Con lo segundo se rasca en la curiosidad enfermiza para que cada cual se haga el bocho y piense que debe haber un deleite especial en torturar, violar, robar, drogarse y otras aberraciones. Y hablando de rascar, rasque usted esta propensión al morbo y va a encontrar la causa principal de esa deplorable actitud: como en casi todos los errores que cometemos, allá en el fondo yace la fea cara de la falta de educación. Fea, desagradable, mugrienta, hipócrita, llena de muecas y de estúpidas excusas.
Y aquí hace falta algo más que una cirugía plástica para borrar arrugas. Hace falta arremangarse, dejarse de estúpidas decisiones como la de cambiar una cifra por otra o la de decidir que todos los estudiantes se saquen un diez en todas las materias, y mirar alrededor. Hay países (Argentina fue uno de ellos) en los que la educación es una cuestión vital; en los que los mejores cerebros dedican su tiempo a organizarla y hacerla apta para llegar a todos los intersticios del territorio. Piense en Dinamarca, por favor. En Japón, en Finlandia. Lo siento, pero piense también en lo que fuimos y en lo que somos. Cuando me mude a ese mundo del que le hablaba, le mando mi dirección.