Mar del Norte, verano de 1941. Un dedo de luz amarilla señala la escotilla del U-110. Del submarino de la Marina del Reich emergen dos oficiales ingleses cargados con grandes bultos. Los aliados acababan de capturar un equipo que reduciría en dos años la duración de la Segunda Guerra Mundial: han obtenido la máquina encriptadora Enigma, lo que les permitirá quebrar el lenguaje cifrado del Estado Mayor alemán.
Este episodio no fue revelado por los aliados y tanto Gran Bretaña como Estados Unidos vendieron el artefacto a muchos países amigos, obteniendo tanto ventajas comerciales como… una cómoda manera de enterarse de sus comunicaciones confidenciales. Cuando se supo, ya había sonado la hora final de aquellos mecanismos, reemplazados por la digitalización y nuevos sistemas de radioencriptación de las comunicaciones.
En plena temporada alta en materia de difusión de datos generados por soplones y rebeldes antisistema, se está verificando un crecimiento en la variedad de los “destapes” que se van diseminando por las redes sociales, los editoriales de opinión y una proficua literatura. Son exhibiciones de vergüenzas por cierto no deseadas por los gobiernos concernidos, los que no han cedido –ni concedido– nada en materia de examen de conciencia. Todo lo cual parece invitar a hacer un recorrido de personajes y políticas que, desde 1939, han ido generando un acostumbramiento institucional y sociológico a métodos de intromisión en la privacidad cada vez más vehementes, empezando por el uso continuado de Enigma después de la rendición de Alemania.
Pocos pasos después, vienen marchando dos personajes nada santos que resulta imposible pasar por alto, dos hermanos que, durante la Guerra Fría, tuvieron una influencia formidable sobre la toma de decisiones en la política exterior norteamericana. Ellos fueron John y Allen Dulles.
Tanto John, secretario de Estado entre 1953 y 1959, como Allen, jefe de la CIA desde 1953 hasta 1963, eran socios del influyente estudio de abogados neoyorquinos Sullivan & Cromwell (que todavía existe con 12 oficinas ubicadas en centros financieros del mundo), que durante décadas funcionó como vínculo entre las grandes corporaciones y el gobierno federal de Washington.
Dos muestras (por seguir con la concordancia numérica) del poderío de la pareja Dulles: John, en la década de los 30, interpretó un papel estelar en la canalización de fondos desde los Estados Unidos a la Alemania nazi, lo que favoreció la reconstrucción de la economía alemana, la empresa IG Farben incluida, un gigantesco conglomerado industrial que fabricaría el pesticida Zyklon B utilizado en Auschwitz. Allen Dulles, por su parte, había comandado desde Suiza a la OSS (1943 y 1945, servicio de inteligencia de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra), quedando años después, en 1953, al frente de la CIA (sucesora sin beneficio de inventario de la anterior).
En esos años (1953-1961), los Dulles se reunieron a menudo para actualizar un listado de demonios que hicieran más nítidos los contornos –siempre resbaladizos– del Mal, que suele ser el nombre con el que los tenedores del poder designan a sus enemigos, a sus adversarios o –a veces– a los meros tibios. Incluyeron a seis socios sucesivos del club del Averno: Mohamed Mosaddeq en Irán, Jacobo Arbenz en Guatemala, Ho Chi Min en Vietnam, Sukarno de Indonesia y, con posterioridad, Patrice Lumumba del Congo y Fidel Castro.
Un solo detalle sobre uno de los episodios de la lucha contra el Mal puede contribuir a actualizar el Almanaque de Gotha de un momento de la historia. El golpe contra Mosaddeq fue preparado por los servicios secretos británico y norteamericano. Lo que no es tan divulgado es que el estudio jurídico en el que revistaban los ásperos Dulles (de conocida sequedad y desdén) tenía como cliente mayor a la Anglo Iranian Oil Company, cuyos activos fueron nacionalizados por voto del parlamento iraní, lo que puso en movimiento la relojería del golpe.
Los Dulles han desaparecido de la memoria colectiva de los norteamericanos (salvo por el nombre de algún aeropuerto), como también se ha disgregado el dato sobre quién puso fin a su poder: el presidente Lyndon B. Johnson, quien se quejaba de que esa pareja conducía “una maldita Compañía de asesinatos en el Caribe”, adjetivo que no hubiesen menospreciado los aludidos.
Luego aparece la figura de William E. Colby, un devoto católico que se ocupó de instrumentar el siniestro Plan Fénix (The Phoenix Program) de asesinatos selectivos en Vietnam. Para la CIA, los dos componentes principales del programa eran las dialoguistas Unidades Provinciales de Reconocimiento (PRUs) y los contemplativos centros regionales para interrogatorios.
Colby sumó sus primeros galones trabajando detrás de la Cortina de Hierro y, ya como oficial de la CIA, fue jefe de operaciones en Italia. Según relató un colega de aquellos años, su principal preocupación era encontrar bolsas y baúles de autos lo suficientemente grandes como para transportar el volumen de liras comprometidas en pagos a diferentes miembros del gobierno italiano.
Colby, apremiado por el Congreso norteamericano durante el escándalo de Watergate, mandó un volumen de 693 páginas en el que consignó el detalle de “las joyas de la corona”: experimentos con drogas, asesinatos programados, espionaje doméstico y demás. El final de Colby llegó, en 1976, por decisión del presidente Ford, quien lo consideró demasiado “débil”, por haber enviado esa información al Congreso.
Esto afectó tanto a Colby que abandonó a su mujer de toda la vida y dejó de ir a misa. En los 90, junto a un ex director de la KGB, asesoró a la compañía Activision para perfeccionar el juego interactivo Spycraft. Murió en circunstancias poco claras. Lo siguió en el cargo el entonces futuro presidente George H. Bush.
En 2013, las formas de espiar y de grabar han pasado a ser relatos de anticipación: desde una cámara que vuela del tamaño –y la apariencia– de una avispa hasta el almacenamiento en vivo y en directo de la ejecución de Osama bin Laden, seguida por el presidente Obama desde una habitación “segura” en la Casa Blanca.
El propio presidente de los Estados Unidos está obligado a seguir consignas de altísima seguridad. Cada vez que viaja, se levanta una suerte de toldo acústico lumínico que le permite leer algunas comunicaciones, conversar por teléfono con su capital y discutir agendas y estrategias con sus asesores. La carpa entre funcionarios yanquis, como hace doscientos años el tipi entre los siouxes –hoy “inviolable” como antes discreto–, ha vuelto a ser el lugar de reunión por excelencia.
John le Carré viene de publicar, a los 81 años, su 23ª novela, Una verdad difícil. El libro elimina al espía-súper-héroe y lo reemplaza por el soplón y el antisistema que guarda intacto un pedazo de corazón para sentirse abrumado por los cartoneros de los suburbios inmundos de Gibraltar. El relativismo moral habitual en Le Carré viene siendo suplantado por la denuncia de las grandes compañías farmacéuticas, las multinacionales y los bancos, todos de Occidente, y su ética del espionaje ha virado hacia una indignación con los abusos, nunca tan claramente demostrada como cuando catalogó la invasión de Irak (20 de marzo de 2003) como: “Los Estados Unidos se han vuelto locos”. En una entrevista a la revista Harper’s, dijo: “¿Hasta dónde podemos llegar en la recta defensa de nuestros valores occidentales sin perderlos al mismo tiempo por el camino?”. Y terminó: “A lo largo de cincuenta años he aprendido algo, no mucho, y es que la moral del mundo secreto es muy parecida a la nuestra propia”.
En la película argentina La guerra gaucha, Enrique Muiño –en el papel del viejo paisano violinista y ciego–, decodifica los toques de campana que, en número y cadencia, anunciaban victorias, peligros o reveses de nuestros soldados silvestres alzados contra el godo. ¡Cuánta distancia entre aquel ardid pasajero y glorioso que registró Lugones y nuestra azarosa privacidad presente!