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Seis a tres

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| Cedoc

¿Desde cuándo no está permitido, en los Estados Unidos, dejar a alguien sin trabajo a causa de su orientación sexual? ¿Desde el establecimiento de la Constitución Nacional, allá en 1787? ¿Desde el establecimiento del Acta de Derechos Civiles, en 1964? No, más cerquita: ¡desde el lunes pasado! Ni desde hace más de doscientos treinta años ni desde hace más de cincuenta, sino desde hace cinco días. Con carácter federal (es decir, más allá de la determinación de cada uno de los Estados), lo ilegal era discriminar a los trabajadores en razón de su sexo, pero regía mayormente el criterio de que el sexo responde a una condición biológica (masculino, femenino), no a la orientación sexual en su diversidad, cosa sentida como un enrevesamiento más bien inútil. De manera que sí se podía echar a alguien del trabajo si era gay, lesbiana, bisexual, travesti, trans. Y fue apenas el lunes pasado que la Corte Suprema estableció que eso es inadmisible.

La perspectiva empresarial debe tener su atractivo, es evidente; porque de hecho la adoptan con frecuencia unos cuantos que están bien lejos de ser empresarios: abundan los empleados comunes, los poligrillos, los laburantes rasos, los emprendedores de lo micro o los dueños de algún bolichito sencillo que gustan empero de pronunciarse como si fueran verdaderos magnates abocados a los grandes negocios, jerarcas del gran capital. Por eso suelen adherir con regocijo a la idea de que cada cual está en su más pleno derecho de contratar o de echar del trabajo a quien quiera, que tiene esa entera libertad y que nadie puede interferir en ella.

A mí me gusta la libertad, no digo que no; y hasta podría cantar convencido ese tramo específico del himno nacional argentino, el del grito sagrado. Pero es notorio que, apenas se intenta traspasar esa noción desde su formulación abstracta hacia el plano de lo concreto, surgen cuanto menos algunas dificultades. ¿Qué pasa con la libre disposición del trabajo y los trabajadores, tan a gusto de las patronales, cuando no hace sino restringir (si es que no, más aún, arrasar) algunas otras libertades, en este caso las de la orientación sexual que cada cual quiere elegir, las de la vida que cada cual quiere llevar? ¿Qué pasa cuando la libertad se invoca pero es apenas un instrumento falaz que se emplea para someter, para sojuzgar, para segregar al que no encaja? ¿Qué pasa cuando en verdad se trata del goce perverso de poder disponer de los otros, poder hacerles lo que plazca y que tengan que joderse?

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Hay que decir que el fallo de la Corte en Estados Unidos no salió por unanimidad; hubo seis votos a favor y tres en contra. Seis a tres, en el fútbol, es una goleada; en el tenis, basta para conquistar un set. Pero en el fallo de una Corte Suprema acerca de la discriminación parece cuanto menos algo apretado.