COLUMNISTAS

Seis clases de escritores

Antes de subir al avión encuentro en Ezeiza Idola de Germán Marín, escritor chileno nacido en 1934 al que me había prometido leer un día de estos a raíz de una recomendación que no logro precisar.

|

Antes de subir al avión encuentro en Ezeiza Idola de Germán Marín, escritor chileno nacido en 1934 al que me había prometido leer un día de estos a raíz de una recomendación que no logro precisar. Termino la lectura al aterrizar en Madrid, donde mi primera acción tras el desayuno es comprar las 1.400 páginas con las Notas y dietarios de Josep Pla, a quien también me prometí leer gracias a otra recomendación difusa. Con el mamotreto bajo el brazo y con la grata compañía de Flavia, cruzo la calle hasta la espléndida librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes. Allí nos atiende un señor amable, pero terminamos sosteniendo con él una discusión acalorada a partir de ciertas dicotomías que dividen a los escritores. Una es la que contrapone a los pesimistas con los optimistas; la otra enfrenta a los autores estructurados con los digresivos. El librero, de nombre Javier, se manifiesta partidario de los “novelistas que construyen sus novelas” y que “cuentan historias”. Nosotros le confesamos estar un poco hartos de las famosas historias, un camino que conduce directamente a Guillermo Martínez, a Pérez Reverte o a cosas aún peores. En el prólogo del libro de Pla encontraremos luego una maravillosa afirmación de Nietzsche, que se prometió alguna vez, “no leer a los autores que hubiesen escrito libros de manera intencionada”. En otro artículo sobre Pla, Francisco Umbral ubica al catalán entre quienes reniegan de “la odiosa premeditación de la novela”. En cuanto a los escritores pesimistas, los únicos que hacen más soportable la vida, Flavia le cita a sus amados Walser y Bernhard, pero Javier se horroriza ante esos nombres que lo deprimen. Y así termina esa discusión interminable en la que los buenos llevamos, como siempre, las de perder.

Volviendo a Marín, no hay duda de que Idola es un libro construido y más que construido pero, por otra parte, es demoledor. Fechada en 1998 en Concepción pero ubicada durante esa década en Santiago, la novela narra el ascenso y la caída de un escritor que vuelve del exilio. Hay nombres propios en el libro, nombres de personas existentes y hasta un cineasta fracasado de apellido Ruiz que supo colaborar con la Unidad Popular y ahora se dedica a la pornografía. El protagonista detesta el medio literario, lleno de arribistas burgueses que alguna vez se dijeron revolucionarios. Intenta escapar de él mediante una relación de amor desigual y erotismo heterodoxo con la joven cajera de un bar. Pero todo termina espantosamente mal para él: perseguido por la mafia, anciano, tullido, en la miseria, esclavo de una mujer que ya no lo quiere. Pero eso no es todo: también hay un terremoto en la ciudad que tiene el efecto de sumergir al país en el caos y la rapiña. Esas páginas anticipan los artículos periodísticos que doce años más tarde intentarán mostrar que detrás de su reciente fachada de progreso, Chile flota sobre un mar de precariedad y sordidez.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Marín escribe realmente bien. Su inventiva, su precisión y su intensidad son admirables. En particular, no he leído a nadie dosificar tan bien –con exactitud y sin exhibicionismo– el lunfardo de ambos lados de la cordillera (el autor vivió muchos años en la Argentina). Pero, con los días, hay algo que me molesta un poco de este libro brillante y abrumador: lejos de ser un escritor solitario, ninguneado y marginal como su personaje, las entrevistas en la Web muestran a Marín como un feliz abuelo de cuatro nietos, un hombre de éxito, ex colaborador de García Márquez, poderoso editor de la filial chilena de Mondadori y cuyos únicos enemigos son los escritores a los que les rechaza sus manuscritos. Tal vez, haya que clasificar a los escritores de otro modo: los que conocen el sufrimiento frente a quienes lo manipulan para fines literarios con premeditación y alevosía.