Es un síndrome de rara naturaleza y singular persistencia. Afectada de honda incomodidad ante la mera insinuación de castigar las atrocidades, a la sociedad argentina la seduce la fantasía de que toda punición es infame venganza. Es casi seguro que el supuesto proyecto de reforma del Código Penal se vaya desvaneciendo. También es posible que la sobreactuación consumada por Sergio Massa haya sido una astuta operación táctica para golpear donde duele. Pero, eternamente enamorado de los dislates retóricos, el Gobierno mostró su impopular hilacha ideológica. Niega la realidad con la torva pasión del dogma. En los barrios y en la calle, nadie pide acabar con la “demagogia vindicativa” sobre la que balbucea Raúl Zaffaroni. Teórico caprichoso, Zaffaroni es famoso como abolicionista y consumado articulador de la idea de que las penas deberían suprimirse porque no eliminan al delito, algo que –barrunta– sólo pueden hacer la plena igualdad social y el fin de la injusticia distributiva. La popularidad de estas pamplinas me consterna. ¿Qué estrambótico complejo de culpa es la fuerza motriz de este necio “buenismo”, esa peste horizontal y transversal?
Un hombre serio y de sólida formación legal, Ricardo Gil Lavedra, creyó oportuno conjugar similar verbo y parecido tono de indulgencia. Tal vez ofuscado por el golpe de efecto de Massa, el dirigente radical habló en términos parecidos al pensamiento de Zaffaroni y denunció lo que llamó “demagogia punitiva”, mientras que, en la misma línea de pensamiento de ambos, el socialista Hermes Binner atacó el “populismo penal”. Lo de Zaffaroni es de una hipocresía majestuosa. La demagogia más desatada motoriza muchas políticas de un gobierno del que él, de hecho, forma parte. ¿Cómo no provocarían hondo disgusto social expresiones que, peyorativamente, hablan de “vindicación”, “punición” o “populismo penal”? Este sedicente “garantismo” se opone explícitamente a la noción de que el delito debe ser combatido con energía, algo que sólo se puede consumar con una estrategia penal fuerte. El lema “duro con el crimen, duro con las causas del crimen”, acuñado por Tony Blair en Gran Bretaña, entraña una ecuación irrompible: si una de ambas partes es excluyente, el fracaso es seguro.
En el clima cultural de estos diez años, en la Argentina prevalece la manía de explicar y justificar todo, por encima del mandato legal de retribuir un acto ilegal con la pena condigna. Como los sangrantes y bien pensantes corazones tienden a buscar (y encontrar) atajos y justificaciones en toda conducta transgresora de normas y leyes, el espíritu de reformar el Código Penal, que obviamente es viejo, apunta sobre todo a rebajar, acotar y relativizar las sanciones existentes. Movimiento esencialmente cosmético, apunta a poner por escrito lo que ya es cotidiano. Como mancha de aceite se ha ido diseminando en la praxis de los jueces la irrefrenable tendencia a rebajar o directamente eliminar penas.
Es un emprendimiento vasto y abarcativo. Tras siglos de salvajes asesinatos legales, gran parte del mundo contemporáneo fue eliminando la pena de muerte. Pero la decisión de prohibir la muerte oficial de un condenado no significó en ninguna sociedad relativamente articulada un jubileo excarcelatorio sin límites.
En la Argentina, en cambio, un ancho y espeso océano de tartamudeos ideológicos quitó del centro del asunto al delito para reemplazarlo por las “razones sociales”. Parte de este movimiento tiene razones atendibles, la famosa noción del ladrón de gallinas castigado sin excusas mientras el gran delincuente se broncea bajo el sol del Caribe. Pero aquí nos fuimos al pasto, tras derrapar en la banquina. Uno de los seis jueces que condenaron a las juntas militares en 1985, Gil Lavedra, dice ahora que “es un estándar en derecho internacional que las cadenas perpetuas son inhumanas y no existen en nuestro derecho positivo actual”. Más grave aun, opinó que “con la reincidencia se trata de castigar a una persona por lo que hizo, no por lo que es”. Si la cita de Clarín (4 de marzo de 2014, página 10) es correcta, el razonamiento de Gil Lavedra es verdaderamente desgraciado.
A quien reincide en delinquir, después de haber sido condenado, le corresponde un reproche de culpabilidad más contundente. Delinquió, pagó, salió y volvió a las andadas, ¿por qué la sociedad debería pasar por alto este aspecto tan determinante? En el caso del violador inicialmente apresado y condenado, es mucho más grave el segundo delito (y los que le sigan) que el primero, inaugural.
Pero, al margen de intersticios jurídicos, me sobrecoge el clima de esparcido relativismo que no sólo se encarna en el Gobierno sino que también anida en muchos ámbitos de quienes están fuera de él. Los kirchneristas han concebido y ejecutado una estrategia implacable para juzgar y condenar a los procesados por violaciones de derechos humanos entre 1976 y 1983. ¿Hace falta aclarar que Jorge R. Videla fue un personaje abyecto para poder afirmar que su muerte se pareció mucho a un asesinato? En estos casos (militares y fuerzas de seguridad), el actual statu quo ha sido perseverante y helado, sin la más mínima pretensión de indulgencia final, sobre todo para presos septuagenarios y hasta octogenarios, muy diferente del criterio aplicado para delincuentes comunes, genéricamente vistos como consecuencia del injusto “sistema” y para con quienes sería absurdo pretender que se queden mucho en la cárcel. Es la encarnación más depredadora de la blandenguería nacional, esa vieja manía por anular, suspender o atenuar el espíritu y la letra de las leyes, proverbialmente etiquetadas de muy “duras” y supuestamente estériles.
Lo de la reforma del Código Penal fue un zafarrancho sin consecuencias legislativas reales. Es ominoso que, antes y después de estos tiroteos aldeanos, persista un clima social de pegajosa y engañosa elasticidad moral, una acendrada suposición de que nada debe ser muy castigado y que, en definitiva, el semáforo en rojo no es una orden, sino ¡ay! sólo una sugerencia.