Debo comenzar por agradecerle a la Presidenta el inusual protagonismo que me otorgó durante la entrevista que le realizó Jorge Rial. Desde entonces, no he parado de atender llamados de medios de todas partes interesados en hablar del tema. A todos ellos también les extiendo mi gratitud.
Desde que vengo utilizando el recurso de dirigirme a Cristina Fernández de Kirchner como si ella me estuviera mirando, mucha gente me ha preguntado: “¿Usted cree realmente que lo mira?”. Mi respuesta, basada en los testimonios de los poquísimos funcionarios que en estricto off the record se animan a hablar, ha sido, invariablemente, que la Presidenta no mira mi programa pero que hay quienes le cuentan.
Eso mismo fue lo que la jefa de Estado respondió: “Yo no lo miro, pero me dijeron que él le habla a la cámara como si me hablara a mí”, fue la expresión que usó al ser interrogada sobre su parecer acerca de mis comentarios sobre sus problemas de salud y mi diagnóstico del síndrome de Hubris, al que me referiré un poco más adelante, que tanto revuelo causó y sigue causando. Agradezco, pues, a esos funcionarios arriesgados la calidad de la información brindada acerca de este y otros asuntos concernientes al cerrado universo del cenáculo presidencial.
Otro de los tópicos sobre los que se interrogó a la Presidenta era su parecer acerca de esta conducta mía de haber hecho un diagnóstico a distancia del síndrome de Hubris. Visto el interés que el tema del diagnóstico a distancia ha despertado, no sólo durante la entrevista sino también en otros ámbitos, incluso médicos, es preciso señalar que esta metodología –la del diagnóstico a distancia– es uno de los recursos más relevantes utilizados en la medicina en los últimos tiempos, que se ha hecho posible gracias a la tecnología, lo que ha dado lugar a una verdadera disciplina como es la telemedicina.
Así, entonces, a través de lo que permite la transmisión de datos, imágenes y sonido, un médico en su consultorio del Hospital Universitario de Nueva York puede tener como paciente a una persona que está en Buenos Aires. Esto ha posibilitado acercar a enfermos de distintas y distantes procedencias a los profesionales de los centros médicos de excelencia de diferentes lugares. Una de las especialidades más beneficiadas con estos métodos es la psiquiatría, ya que allí lo único que se necesita es el medio a través del cual el médico y el paciente puedan estar en contacto directo. Así, entonces, por medio del sistema Skype o de una teleconferencia, el profesional accede a la información necesaria a partir de la cual no sólo puede diagnosticar sino también medicar. En algunos casos extremos, el diagnóstico a distancia salva vidas.
Fue a propósito de esa pregunta que la Presidenta se extendió sobre el tema de la salud de Néstor Kirchner. Allí apareció, una vez más, la actitud de la jefa de Estado de contar la historia en forma parcial –lo que ocurrió también en otros segmentos de la entrevista– a fin de acomodarla a su relato tan cercano, en muchos casos, a una novela. Habló entonces Fernández de Kirchner de alguien que se había dedicado a diagnosticarle a su esposo un cáncer de colon que nunca tuvo. Sin embargo, hubo un episodio relacionado con esto que preocupó al ex presidente. Ella no lo contó, pero la verdad es que en una ocasión su esposo tuvo una proctorragia: una pérdida de sangre que se exterioriza por la vía anorrectal, una de cuyas causas es el cáncer de colon. Por lo tanto, desesperado como todo hombre del poder por la posibilidad de que eso trascendiera y lo dañara políticamente, Kirchner aprovechó uno de los viajes de su esposa a Nueva York para desplazarse hasta Washington y someterse a una videocolonoscopia, estudio que no mostró presencia de lesiones cancerosas.
En el caso de Kirchner, me tocó advertirle públicamente que, de seguir con el ritmo desordenado y estresante al que lo obligaba la candidatura presidencial a la que aspiraba, su vida estaba en serio riesgo. Ese fue un pronóstico exacto hecho a distancia que lamentablemente el ex presidente no escuchó, y que partió de un diagnóstico a distancia basado en información certera. Kirchner padecía una enfermedad polivascular o panarterial, así llamada porque afecta diferentes arterias de los distintos órganos del cuerpo humano (cerebro, corazón, riñones, etc.).
Como consecuencia de ello, como se recordará, el paciente padeció una suboclusión de la arteria carótida primitiva del lado derecho en febrero de 2010 y una oclusión de la arteria coronaria descendente anterior en septiembre de ese mismo año. Estos episodios agudos constituyeron emergencias médicas que obligaron a tratamientos inmediatos. En el caso de la suboclusión carotídea, a una endarterectomía, y en el caso de la coronaria, a una angioplastia con colocación de un stent. Además, en la tomografía computada de cerebro que se le realizó a propósito del cuadro carotídeo, se le detectó un pequeño infarto en el hemisferio cerebral derecho.
Cuando los enfermos que padecen una afección polivascular presentan dos episodios agudos oclusivos o suboclusivos en distintos territorios vasculares en un período no mayor de siete meses, el riesgo de muerte aumenta entre 37% y 40%. El caso de Kirchner cayó dentro de esta estadística.
Aquel pronóstico mío, realizado en la emisión de El juego limpio del 16 de septiembre de 2010, despertó la furia del Gobierno, por lo que desde sus usinas mediáticas se descargó contra mí una artillería de vilipendios que no me sorprendieron ni me inquietaron. Uno de ellos se llevó adelante en 6,7,8 y se tituló “El papelón de Nelson Castro”. Allí se reproducía mi comentario de advertencia y a continuación se pegaba un testimonio del ex presidente diciendo lo bien que se sentía. Eso fue así hasta el 27 de octubre, día en el que el fallecimiento de Kirchner demostró, lamentablemente, la certeza de mi pronóstico.
Sé que a la Presidenta le disgusta profundamente que hable de su salud. No me sorprende: es lo que le ha pasado y le pasa a la mayoría de los hombres y las mujeres del poder. Esta actitud de Fernández de Kirchner lleva a practicar un secretismo inconducente. Hoy es imposible pensar que los problemas de salud de un presidente pueden mantenerse ocultos a la opinión pública. Los procedimientos médicos hacen que sea mucha la gente que entra en contacto con el paciente, lo que transforma la confidencialidad en un imposible.
Cuando el doctor José Rafael Marquina, oncólogo venezolano radicado en Miami, pronosticó que, tras habérsele diagnosticado un cáncer –un rabdomiosarcoma del psoasilíaco–, Hugo Chávez no viviría más de dos años, hizo un pronóstico exacto basado en un diagnóstico a distancia. También él sufrió todo tipo de descalificaciones hasta que la realidad, tristemente, le dio la razón.
Como consecuencia de este secretismo, la Unidad Médica Presidencial –el día que este gobierno haya cumplido su mandato serán varios los médicos que hablarán y contarán la verdadera historia de lo que allí se vive– informa de modo desprolijo e incompleto, con lo cual mucho de lo que comunica es dudoso. Un último ejemplo: cuando la Presidenta se internó en el Sanatorio Otamendi el último fin de semana de agosto, se informó que lo hizo a fin de proceder al control del tratamiento de sustitución de la hormona tiroidea y a un chequeo ginecológico. Lo que no informó fue que, además, se le realizó también una videocolonoscopia. Nadie se inquiete: el estudio no detectó anomalías.
El síndrome de Hubris es una enfermedad del poder –y no sólo del poder político– mantenido por un período de varios años en los que el líder casi no ha tenido límites. Este es el núcleo de la discusión que he querido plantear al señalar los síntomas del síndrome que exhibe la Presidenta. Lo que hay que remarcar es que casi todos los síntomas tienen que ver con las conductas públicas del líder o se manifiestan a través de ellas. Por lo tanto, son esas conductas, que están a la vista de todos, las que llevan al diagnóstico. Repaso algunas: pérdida de contacto con la realidad y progresivo aislamiento; inquietud, impulsividad y desasosiego; excesiva confianza en el juicio propio y desprecio por las críticas y los consejos de los otros.
Lo que ha ocurrido después de haber hecho este diagnóstico tampoco me ha sorprendido. Fue similar a lo que sucedió con mi pronóstico sobre la enfermedad de Kirchner. Hubo críticas –siempre bienvenidas– y furia expresada a través de descalificaciones, ofensas, insultos y un largo etcétera de agravios. Incluso, hubo quienes amenazaron con llevar adelante un juicio ético en mi contra con la finalidad de cancelar mi matrícula médica. Lo que casi nadie hizo fue interesarse por discutir el síndrome de Hubris, al que muchos reconocieron desconocer.
En el medio de todo este fárrago, es importante que nadie desespere, ya que hay una buena noticia –que ya consigné en otra columna– para bien de la Presidenta y tranquilidad de sus acólitos: el síndrome de Hubris tiene cura. Ello ocurre a partir del momento en que la persona se aleja del poder. Es lo que le sucederá a Cristina Fernández de Kirchner el 11 de diciembre de 2015, cuando haya cumplido su mandato.