En la foto se ven tres señoras presidentas de la República. Las tres, latinoamericanas de origen inmigrante; todas –en variadas proporciones– sufrieron los pesares y las crueldades de una dictadura militar. La señora Bachelet, junto con la señora Rousseff y su colega Fernández de Kirchner, representan la versión moderna de lo que se conoció como el ABC, acrónimo que evoca la intención política compartida por los presidentes de Argentina, Brasil y Chile –hacia mediados de la década de los años 50– de forjar una alianza que consolidara la posición estratégica de la región, tuviera como fin reducir la escala del desequilibrio de poder con las grandes potencias –en particular con los Estados Unidos– y posibilitar un diálogo más provechoso en sus resultados y menos inicuo en sus términos.
Fue concebida por el presidente Perón, quien se refirió a la alianza diciendo: “Estos tres países unidos forman actualmente la unidad económica más extraordinaria del mundo”. El proyecto fue entusiastamente apoyado por el dos veces presidente (1930-1945 y 1951-1954) de Brasil, Getulio Vargas.
El político gaúcho (nació en Río Grande del Sur) cultivaba opiniones nacionalistas e industrialistas, y había sostenido hasta el límite de su supervivencia política –hasta 1941– la neutralidad de Brasil durante la Segunda Guerra Mundial.
Perón había apoyado mucho a Vargas, quien no tenía dinero para afrontar los gastos de una campaña presidencial. Tan así es que le envió importantes sumas de dinero, víveres, que hicieron posible su victoria electoral de 1952.
En Santiago de Chile, el también dos veces (1927-1931 y 1952-1958) presidente, general Ibáñez, compartía entusiastamente la propuesta de Perón de un pacto regional inicialmente formado por los tres países, con el fin de mejorar la posición del conjunto frente a los Estados Unidos. Pero también para plasmar la tan anhelada unión político-económica entre ellos. Habiendo vivido cinco años en nuestro país como exiliado, Ibáñez había frecuentado las ideas y la amistad de un grupo de oficiales, ente ellos Perón, ex agregado militar de nuestra embajada en Chile (1936-1938).
Con Ibáñez se llegó a firmar un Tratado de Unión Económica, preludio de una partitura que nunca llegó a tocarse.
Todo eso es historia. Han pasado sesenta años desde 1954, último en el que los tres mandatarios estaban al frente de los Ejecutivos de sus países, (Vargas se suicidó a fines de 1954).
Pero la evocación no es ociosa. Si se le hubiera dicho a cualquiera de ellos que tres señoras presidentas habrían coincidido en desarrollar agendas compartidas sobre cómo fortalecer las respectivas capacidades soberanas en materia de integración, desarrollo democrático, políticas sociales, y aprovechamiento más internalizado de los recursos humanos y naturales, lo hubiesen considerado fantasioso. Tres mujeres presidentas eran, en 1954, tan poco concebibles en nuestros países como lo era para los Estados Unidos la presencia de un negro en la Casa Blanca. Se leía y se citaba por entonces, con cierto regocijo cavernícola, la frase que Conrad pone en boca de un personaje de su Corazón de las tinieblas: “Es notable cuán fuera de contacto con la realidad están las mujeres”.
De la lucidez y coincidencia política grosso modo entre las tres primeras damas no hay dudas; lo que inquieta –hoy como ayer– es la fortaleza y capacidad de obstrucción que tienen en cada país los poderes “fácticos”, para designar de modo pudoroso al conglomerado político-agroempresarial y a los medios concentrados de las tres naciones.
La configuración actual no permite dar lugar a un optimismo desbordado, pero tampoco a una hipótesis de resurgencia inmoderada de la influencia exclusiva de esos sectores en los gobiernos del ABC.
Además, muchas piedras que estaban en el camino a recorrer por los tres hoy no están. Anotamos, sin agotarla, una lista:
- Ausencia de conflictos fronterizos, frecuentes, peligrosos y negativos para todo intento de acercamiento profundo, principalmente entre Chile y la Argentina.
- Ausencia de “hipótesis de conflicto” entre Brasil y Argentina, raíz de interminables zafarranchos sobre los ríos que se suponía nos unían, en una región que nosotros llamábamos Mesopotamia y a la que habíamos desprovisto de puentes y caminos para no facilitar una invasión desde Brasil.
- Poca y mala comunicación terrestre y limitada por mar.
Sin exceso de entusiasmo, se pueden citar hoy los ejemplos de la explotación minera conjunta con Chile y la construcción del túnel a baja altura a través de los Andes y su correspondiente ferrocarril eléctrico, a la vez que la integración industrial con Brasil y la escala de nuestro comercio tejen día a día la trama de nuestra inevitable igualdad de fines.
Tres pasos más atrás. La semana pasada el filoso y experimentado periodista inglés Robert Fisk, del diario The Independent de Londres, comentó un titular de un diario de Beirut que rezaba: “Viene una guerra”.
Mientras Fisk escribía su columna, los medios globales habían decidido suplantar cualquier seguimiento detallado de los combates en Siria, por: Crimea, el aniversario del primer año del Papa y la pérdida del avión de Malasia en el mar de China. Tampoco hubo demasiadas menciones a la leyes recién aprobadas por la Knesset (Cámara Legislativa) en Tel Aviv, salvo una: la que impone la obligación del cumplimiento del servicio militar obligatorio a los jóvenes ultraortodoxos israelíes, y esto solamente para el 20% de sus adeptos. Es grande la tentación de ahondar en el término “ultraortodoxo, o ultracatólico o ultrarrepublicano”, etc., ya que es difícil cancelar el circuito neuronal que conecta su vibración con términos duros, como: inflexibles, irracionales, inabordables, y abrir cancha a los mecanismos simbólicos del lenguaje para dar posibilidad a que funcionen como sinónimos para describir la posición de organizaciones como los Legionarios de Cristo, el Tea Party, los Haredim y otros.
Y ya que de extremos se trata, vaya el ejemplo de la construcción decidida la semana pasada de 558 casas más para colonos judíos en Jerusalén Este, en tierras palestinas; o la otra ley aprobada por la Asamblea de Israel (se aclarara que la Knesset está situada en Jerusalén, no en Tel Aviv), hace una semana, y que aumenta el porcentual de votos necesarios para obtener bancas en ella, lo que disminuirá las posibilidades de los grupos que representan a los ciudadanos árabe-israelíes (no confundir con los palestinos sin ciudadanía israelita), de contar con el número de diputados que hoy los representan.
Otra ley establece la necesidad de efectuar una consulta popular para legitimar cualquier acuerdo sobre territorios, en el marco de los acuerdos de paz. Una piedra enorme en el camino de lo posible.
Mientras, el presidente Obama y el secretario de Estado, Kerry, pronuncian una y otra vez la palabra: “sanción”, dirigida a Rusia, a Venezuela, a Crimea, a Siria, a Corea del Norte…
La hiperkinesis de Kerry, Cameron y otros, verbal y gestual, por un lado. Por el otro, un hecho consumado tras otro.
Otra palabra: “Apartheid”, aplicada al tratamiento desigual que practica Israel respecto de los árabes palestinos, y denunciado por periodistas y políticos judíos, está incluida probablemente en el “Index librorum…” del poderoso cabildo pro Israel de los Estados Unidos.
Un libro reciente sobre el tema, publicado en Nueva York este año, que refiere en detalle la historia de las relaciones entre Israel y los Estados Unidos, consigna una anécdota de 1947 del presidente Harry Truman, quien, siendo alguien que sería canonizado como el defensor de Israel, le dice al senador Claude Pepper: “He recibido unas 35 mil cartas y textos propagandísticos de los judíos de este país. Bueno, hice una pila grande y prendí un fósforo”.
La pila y la influencia de los cabildos pro Israel, y del sionismo, han crecido bastante desde entonces. Menos, en todo caso, que la voz y la audiencia de cualquier organización que defienda los derechos y reivindicaciones palestinas.