En el Tractatus logico-philosophicus, Wittgenstein, con su frase “los límites del lenguaje son los límites de mi mundo”, nos introduce al constructivo-conceptual óntico que determina la forma en cómo vemos e interactuamos con el mundo. ¿Somos, como decía Demócrito, inventores de un código lingüístico común que surge como una utilidad social o como consecuencia de una planificación racional? O desde un análisis sistémico en el Crátilo de Platón, ¿existe una relación directa entre el lenguaje y la representación del objeto, una visión naturalista del mismo compartida por Pitágoras y Epicuro? O como afirma Sócrates, “con los nombres nos enseñamos algo mutuamente”. O tal vez, como sostiene Rousseau: “A medida que las necesidades aumentan, que las relaciones se complican, que el saber se expande, el lenguaje cambia de carácter; se torna más ajustado y menos apasionado, sustituye los sentimientos por las ideas, ya no se dirige al corazón sino a la razón”.
Lo cierto es que mediante el lenguaje no solo representamos los hechos del mundo, objetos, experiencias y realidades sino que es el medio para hacer posible la interrelación humana. Esto es, el lenguaje nace como respuesta a la necesidad de expresar o comunicar algo, sea cual sea la variante o
sistema de signos que utilicemos. Entonces, ¿podemos repensar el aprendizaje de un lenguaje de programación, es decir, la forma en que nos comunicamos con la computadora, como el aprendizaje de una segunda lengua? ¿Serán los “coders” los nuevos bilingües y R, Python, C++, Java una segunda lengua? En definitiva, ¿hablamos “código”?
Dentro de ese constructo que es Babel y el camino hacia la singularidad tecnológica, la vida personal y profesional está inexorablemente permeada en todos los niveles por el lenguaje simbólico computacional. Desarrollar habilidades para escribir un código, esa forma que va más allá del lenguaje natural, ya no es una propiedad exclusiva de aquellos con conocimientos en ciencias de la computación o vinculados con la informática. Un requisito en la adopción de esta terciaridad es no solo la adquisición del lenguaje sino también la capacidad de desarrollar esta nueva competencia comunicativa en búsqueda de la “lengua perfecta”. Quizá, si extrapolamos los conceptos, el lenguaje computacional constaría de una gramática general, una forma trascendental con la cual el ser humano podría rediseñar todas las lenguas posibles, dado unos universales semánticos, unos sistemas atómicos cuya finalidad es dar cuenta de una única lengua que contenga todas las “lenguas futuras”. ¿Los nuevos bilingües serán aquellos que, como sostenía Leibniz, “establecidas las reglas de computación según sus recíprocas relaciones, podrán decir Calculemus, sin error a la verdad, siendo la lengua perfecta aquella que refiere a la lógica matemática y al cálculo binario?
¿Estamos de cara a un cambio del paradigma cognitivo? ¿O una readaptación del “ser”? ¿Somos ese Adán capaz de recrear una lengua traducible y comprendida por un don especial? El debate sobre el bilingüismo y la adquisición del lenguaje computacional como una segunda lengua es una realidad tangible. Pensar en el “ser bilingüe” como entidad codificante, que busca la lengua perfecta, significa admitir que una segunda lengua como el inglés o el francés, por nombrar algunos, ya no sirve a los propósitos comunicativos de Babel. El carácter (bi)alfabetizado adquiere una nueva dimensión triádica: escribir y leer código.
*Lingüista.