Mis improbables lectores ya se deben haber dado cuenta, así que ya no tengo más alternativa que confesarlo y declararme culpable. Efectivamente, lo soy. Soy culpable. He mentido. Pero, ¿quién no hubiera hecho lo mismo en mi lugar? Estoy hablando de mi columnita de la semana pasada. ¿Alguien puede pensar en serio que me interesa, me gusta y soy lector de William Carlos Williams? ¿Alguien puede pensar sinceramente que me gusta la poesía, esa exótica actividad que consiste en escribir sólo tres o cuatro palabras por línea? (¡Vayan a trabajar, vagos!). Si me he demorado en Williams es sólo como forma de congraciarme con las Ediciones de la Universidad Diego Portales de Santiago de Chile. Claramente esa maldita editorial va armando uno de los mejores –sino el mejor– catálogo de poesía y ensayo literario contemporáneo de América latina, y sin embargo, pese a mi chupamedismo, mis desembozados intentos de seducción, mis mensajes cifrados, no hay caso. ¡No logro que me publiquen un libro que compile mis columnas! En la colección Huellas –de ensayos y crónicas– publicaron, además de excelentes escritores chilenos, entre otros, de México a Christopher Domínguez Michael y a Juan Villoro, y de Argentina a María Moreno, Alan Pauls, recientemente a Martín Kohan, y uno de mis topos en la Diego Portales –quien infructuosamente opera por mí– me informa que prontamente también a Luis Chitarroni. ¡Luis Chitarroni! ¿Quién es Luis Chitarroni? ¿Quién lo conoce? ¿Qué escribió? Soy amigo de Martín Kohan desde que él tenía todo el pelo y yo veinte kilos menos, y creía haber leído toda su obra, pero cuando reparo en Fuga de materiales –así se llama el libro– veo que no conozco casi la mitad de los ensayos. Claro, si fueron escritos originalmente para coloquios y congresos en prestigiosas universidades de medio mundo a las que a mí tampoco me invitan… A esta altura esto ya roza el papelón: cualquier día voy a tener que agradecer a los editores y las autoridades de PERFIL (e incluso a Nelson Castro) por no despedirme… yo en su lugar no sé qué haría (mejor no dar malas ideas). Desolado, frustrado (con el libro de Kohan en la mochila, dispuesto a leerlo sabiendo de antemano que lamentablemente va a ser buenísimo), rumiando bronca, decido hacer un ejercicio de relajación y autoayuda. Voy a cerrar los ojos, voy a caminar como un gallito ciego, voy a ir a cualquier estante de mi biblioteca y voy a sacar un libro. Luego voy a prender un habano (que me robé de una tabaquería del barrio de Lastarria) y me voy a poner a leer. Realizo la manipulación, abro los ojos y veo que tengo en mis manos… ¡Un libro de la Diego Portales! Es París, situación irregular, de Enrique Lihn, publicado hace unos meses, y que acabo de leer (es que no fui para el lado de la biblioteca, sino que tropecé con la mesita de luz). Publicado originalmente en 1977, es uno de mis libros favoritos de Lihn (lo que ya es mucho decir: todo Lihn es mi favorito). Después de una foto de tapa tremenda (Lihn sentado al lado de una ametralladora), de un muy acertado prólogo de Edgardo Dobry, el libro abre con una de las mejores estrofas de su obra: “Los africanos lívidos color negro-ceniza vendiendo sus huarifaifas junto al Louvre./ La dialéctica de lo nuevo y lo viejo es la modernidad que dijo Baudelaire./ Fuera de ella, nada hay de viejo bajo el sol.”