COLUMNISTAS
Economia y gobierno

Ser empresario en Argentina

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Los dueños del futuro argentino son una nueva especie, más parecidos al cazador intergaláctico de metal líquido de Terminator 2 que al mecánico y de pronto sentimental androide encarnado por Arnold Schwarzenegger en la mítica primera parte de la saga. Salieron del interior de las llamas del colapso político-social de diciembre de 2001 más fuertes y más brillantes, y mientras la clase política se reciclaba consolidaron sus negocios en un contexto global y con nuevas reglas. Son los que permanecerán más allá de los cambios en el horizonte político, los que jamás son plebiscitados y los que, sin lugar a dudas, aportan valor, inversión, conocimiento y nuevos horizontes a la sociedad de la cual son producto y de la cual se alimentan.

Sus testimonios y su estilo de vida tributarios del pensamiento económico neoclásico, del cual recitan máximas como si se tratase de una palabra santa, poseen una sincronización perfecta con sus no siempre veladas aspiraciones de ejercer la función pública en un intento de trascender la escasez de sentido que presentan sus montañas de dólares.
Después de todo, ¿qué es ser empresario en un país como la Argentina, amigado con todas y cada una de las prácticas del capitalismo pero instintivamente
desconfiado del sector privado, el mercado como asignador de recursos y en especial de sus principales agentes, los empresarios? La relación de la sociedad argentina con el capitalismo es una tragedia en tres actos que se desenvuelve desde que en 1975 enterramos para siempre el sueño de la movilidad social ascendente y la reemplazamos por un placebo suculento: el consumo. Tres años después, sobre la tierra arrasada de la represión y el ajuste, Martínez de Hoz aplicó su política de apertura comercial, endeudamiento y atraso cambiario que inyectó dólares baratos y productos importados en las vidas cotidianas de los sobrevivientes políticos y económicos. Para 1980 esa morfina se disolvió en el torrente financiero y estalló una crisis que sacó a una sociedad quebrada y empobrecida de las catacumbas. Le siguieron el opio de una guerra, el bajón de la derrota y el aterrizaje forzoso en una democracia de vacas flacas. En 1989 la inflación que la democracia no había logrado resolver se disparó y destruyó la moneda, los salarios y a una parte de la población económicamente activa que quedó sepultada en los escombros del cadáver industrial argentino. El estallido le allanó el camino a una violenta reestructuración liberal de la economía en manos de un peronista del interior en quien nadie confiaba. Dos años después, con el capitalismo argentino en carne viva, la convertibilidad inyectó el consabido analgésico de dólares y mercancías entre los jirones de la nación resucitada como mercado.

A partir del Efecto Tequila el sueño imposible de gastar en dólares y ganar en pesos sólo se sostuvo mediante déficit y deuda, una cuerda que heredó el gobierno posmenemista hasta transformarla en una horca. El ya legendario 2001 fue el más maravilloso ajuste que haya conocido el siglo xx argentino: la economía sencillamente explotó sin que hubiera gobierno alguno para firmarlo. El cónclave de feos,
sucios y malos que juntó los pedazos del Estado sólo tuvo que ponerle el membrete a decisiones ya tomadas por la astucia de la historia: default por aclamación y devaluación del 236%. En un planeta en llamas, sin más compromisos internacionales que el de sobrevivir, Argentina tuvo el tipo de cambio competitivo necesario para venderle soja al mundo. El mercado funcionaba solo y la sociedad aspiraba a prescindir de gobiernos mientras la fiera consumista era alimentada con dólares baratos que proveyeron superávits gemelos en primera instancia, políticas inclusivas que virtuosamente los acompañaron en segundo lugar y por último un déficit anestesiado por las reservas que, en conjunto, conformaron el soundtrack social de la nueva hegemonía. Pronto el déficit llevó a la inflación, el cepo y el progresivo cierre comercial, mientras la hegemonía pretendía suturar con política lo que no cerraba en la economía.

El ciclo terminó en paz, con elecciones, nuevo gobierno y un ajuste necesariamente negociado, mientras se espera impaciente un nuevo despegue. En cada uno de esos bucles la sociedad argentina confirmó que ama el dinero pero desconfía del sistema, aunque no esté dispuesta a hacer demasiado para cambiarlo. Los empresarios, en tanto, encontraron en cada curva vertiginosa una oportunidad de negocios. Y así fue que poco a poco terminaron de adueñarse del futuro. (...)

 Desde el retorno a la democracia se consolidó un relato de los capitalistas argentinos sostenidos entre dos polos. Por un lado, la patria contratista, los empresarios beneficiados por contratos preferenciales con el Estado argentino para realizar obra pública o proveerlo de diferentes bienes y servicios. Es la percepción más habitual del empresariado desde el periodismo de denuncia: un empresario asimilable a un político corrupto, que usa dinero del contribuyente y abusa de sus lazos con el poder. Por otro lado, está el relato de los emprendedores, individuos creativos y voluntariosos que logran sacar un proyecto adelante y así enriquecerse al tiempo que la sociedad se beneficia de sus innovaciones. Esta forma de ser contados tiene en Argentina un valor moral agregado: en un país corrompido por el prebendarismo y falta de espíritu innovador, hay bolsones de emprendedurismo que nos enseñan que hay otro modelo de empresarios (y también de trabajadores).

*Autores de Los dueños del futuro, editorial Planeta (fragmento).