COLUMNISTAS

Shakespeare y la bestia

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Les propuse a mis compañeros del Seminario de los Jueves un nuevo tema una vez que hayamos finalizado nuestro trabajo colectivo sobre Platón. En nuestras reuniones de los jueves, desde que se iniciaron en el año 1984, todos trabajan. Cada uno de nosotros prepara una conferencia que luego discutimos. Entre nosotros están representados innumerables oficios terrestres, desde pilotos de aviación hasta bailarines de tango, de profesores de Filosofía a artistas plásticos, psicoanalistas e ingenieros, estudiantes y estudiosos, entre 19 y 85 años.

Desde septiembre hemos cambiado el escenario de nuestras actividades. Las llevamos a cabo en un teatro. Se trata de la sala Espacio El Callejón, de la artista plástica y escenógrafa Alicia Leloutre, miembro del Seminario. La discusión se abre para todos, seminaristas y público, una vez finalizada la disertación. Por ahora no hacemos un seminario abierto por razones de espacio y de organización. Al ser una actividad libre y gratuita, es necesario cuidar detalles de orden para que la seriedad, el silencio y la puntualidad no dejen de ser factores necesarios para la productividad del trabajo. Toda tarea bien hecha requiere concentración. Tratamos de evitar una doble perversión instalada en nuestra tradición pedagógica que alguna vez tuvo un origen heroico cuando se la denominó “universidad de las catacumbas”, aquella que funcionaba en las épocas en las que la Universidad estaba intervenida por dictaduras militares. Por una parte, pagarle a un director o coordinador para que sólo él estudie y nos evite el trabajo imprescindible de lectura que exige esfuerzo y tiempo, solventarle así su vocación y acompañarlo años con la escucha delegando en él un supuesto saber y, por la otra, identificarnos con una jerga que proteja con un vocabulario poblado de tecnicismos la ausencia de pensamiento propio. Porque de eso se trata: de pensar, y pensar es un trabajo. Lejos está de ser una actividad espontánea o natural, se aprende a hacerlo mediante la lectura de los textos de grandes pensadores de la historia de la humanidad, por la guía de los extraordinarios intérpretes que desbrozan la maleza que el tiempo, la cultura y la distancia producen entre ellos y nosotros, y fundamentalmente, mediante el acto, que no es fácil, de hablar. Atreverse a preguntar, a no saber, a no temer, a ser irreverentes, a discutir con cualquiera independientemente de los blasones que algunos ostenten, a despertar nuestro pensamiento y lanzarlo al mundo.

Este atrevimiento sólo tiene sentido si está respaldado por el esfuerzo y el estudio; en caso contrario, no es más que el deporte llamado “libre y sincera expresión” que autoriza en nombre de un sentimiento aparentemente democrático la charlatanería larga y tediosa, además de la comprensible ansiedad por salir del anonimato y ser tomado en cuenta.

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Les propuse a mis compañeros que una vez finalizado el ciclo griego, que tiene a Platón de protagonista, iniciáramos una nueva labor a partir de las obras de William Shakespeare. Si alguien me preguntara la razón de esta idea, le diría que no hay razones ya que ignoro la obra. La desconozco como cualquiera que haya leído alguna vez una de sus decenas de tragedias y comedias, que haya visto en el cine una película inspirada en uno de sus textos, o la representación teatral de una de sus obras, o que simplemente sepa de su existencia ya que sus personajes son parte de la población mundial desde el siglo XVI a la inmortalidad. No hay artista que lo supere en haber instalado en el planeta historias que todo el mundo conoce sin haberlas leído, y que no haya escuchado los nombres de Romeo, Julieta, Otelo, Hamlet.

Es posible que el hecho de estar en un teatro, de llevar a cabo un tipo de representación en el que un público en la platea presencia el modo en que un grupo de personas estudia en un escenario iluminado para la ocasión, en que luego de la función filosófica interviene con sus observaciones como lo hacía de un modo algo agresivo en el teatro El Globo de Londres en la era isabelina, quizá este simbolismo inconsciente y material haya contribuido al arribo de esta nueva idea. Las musas existen.

Desde ese momento, comencé mi búsqueda shakespereana que está en sus albores; apenas balbuceo, meto las narices en donde puedo y me dejo llevar por el azar de recomendaciones y encuentros. Leí estas semanas Macbeth, Otelo, Hamlet, y ahora estoy con Rey Lear. Conseguí y vi algunas películas, como el Macbeth de Orson Welles y el de Polanski, el Lear de Peter Brook y el de Godard, el Hamlet de Kostinzev, y consulto a intérpretes de su obra como Harold Bloom, W.H. Auden y S. Greenblatt.

Hasta ahora, y sobre la base de esta primerísima fase de un largo e interminable caminar, se me ocurre que la obra de Shakespeare es la antifilosofía. No me refiero a la que con este nombre quiere llamar la atención de un mercado de ilusos buscadores de novedades y vanguardias. Sino a un pensamiento que va a contracorriente de la pulsión filosófica. El poeta y dramaturgo inglés nos habla de la Bestia, no la de los jinetes del Apocalipsis ni la de la naturaleza indómita, sino de la bestia humana, la que llevamos en nosotros, dormida o despierta. Pero siempre en acecho. La bestia que los filósofos, desde los tiempos griegos hasta los de la Ilustración, creyeron que era domesticable con una sana pedagogía, una moral razonable, ideas trascendentes y objetividades calculables. Es decir, con la Razón. Pero este fondo irracional tampoco es el de los filósofos que acuden al sin fondo del alma, a una interioridad oscura o a un elogio de la locura y de la poesía. Nietzsche y Freud alertaron sobre las consecuencias de la bestia cuando está en actividad, pero quisieron mostrar su rostro desnudo con conceptos, figuras teóricas, pensamientos profundos. En una palabra, de la manera habitual en que lo hace el ejercicio que postula el poder de la episteme. En Shakespeare la bestia está ahí, en los celos, la codicia, la avaricia, la traición, la envidia, la pasión por el poder, la rabia del deseo.

Nos muestra que la universalidad que los filósofos se empeñaron en diagramar con sus rebuscadas teorías existe, pero no se la encuentra en los valores morales, ni en paradigmas científicos, ni en una cultura sin fronteras, sino en las pasiones. El desencadenamiento de las pasiones humanas, sin dioses que las determinen ni diablos con las que pacten, esas que cruzan las relaciones entre los hombres y corren el límite de la civilidad hasta despertar a la bestia, ésas son las protagonistas del teatro de Shakespeare. Sus personajes nos muestran a nosotros tal como somos cuando dejamos de parecer edificantes y pulcros, o como llegamos a ser si no dominamos el rugido del animal mitológico que quiere salir de la caverna moral. Quizá por eso el profesor Harold Bloom llamó a su voluminoso libro sobre Shakespeare La invención de lo humano.


*Filósofo www.tomasabraham.com.ar

Pepe Eliaschev retomará su columna el 23 de enero.