En coincidencia temporal y bajo diversos pretextos, Netflix, Disney, Warner Bros. y Discovery removieron a sus directoras de Diversidad, Equidad e Inclusión. Verna Myers, ciudadana afroamericana encargada de garantizar la introducción de minorías en las tramas de Netflix, fue reemplazada por uno de sus subalternos, Wade Davis, también afroamericano y defensor de los derechos de las mujeres. A Latondra Newton, de Disney y afroamericana como Horne y Davis, se la responsabilizó del fracaso de La Sirenita en su versión aggiornada al gusto de la cultura woke, y fue sustituida temporariamente por Julie Mergues, considerada por algunos como un exponente de la hegemonía blanca, inadecuado para ocupar definitivamente este rol. En el caso de Karen Horne (no confundir con Karen Horney, autora de Psicología femenina y El nuevo psicoanálisis, entre otros títulos) no hay reemplazo confirmado hasta ahora, pero la compañía habla de dar un giro a sus políticas de inclusión buscando líderes regionales, más conectados con las problemáticas de cada zona.
El éxodo de estas mujeres que representaban simbólicamente a una o más minorías es tomado como inevitable por los detractores del sistema de cupos activado desde hace algo más de un lustro en la industria del entretenimiento. Para muchos, era obvio que los productos audiovisuales inclusivos no iban a complacer al gran público, y mucho menos al cinéfilo.
La transmutación de los grandes clásicos de Disney, tanto en lo formal y lo estético como en lo narrativo, es acaso uno de los ejemplos más categóricos en este sentido. Mientras las versiones originales de Peter Pan, Blancanieves o Pinocho mantienen su categoría de joyas de la animación, las versiones realizadas en la era de la diversidad no resultan atrayentes como sus predecesoras, y lo peor ¡No rinden!
Lo mismo con tantos productos en los que Netflix se calcó a sí misma en historias enredadas con causas sociales. En paralelo, el éxito de la nueva Sound of Freedom, de Angel Studios, dirigida por Alejandro Monteverde y producida por Eduardo Verástegui, parece marcar un rumbo opuesto al momento de conseguir dinero. Se trata de un caso notable de financiación colectiva, porque acopió unos 10 millones de dólares en la preventa. Y a pocos días de su estreno en Estados Unidos, es la más vista.
La trama está lejos de focalizar en minorías sexuales, étnicas o religiosas (sus responsables llaman la atención en redes haciendo propaganda de su catolicismo, religión de ningún modo minoritaria): habla de la trata sexual de niños, a partir de hechos reales. Acusada de cursi y llena de golpes bajos por algunos críticos, la película sigue sin embargo su rumbo ascendente y, junto al chasco inicial de las políticas de cupos, parece formular una disyuntiva para Hollywood: plegarse de lleno al cambio de paradigma promovido por activismos e instituciones públicas y privadas, o volver a apostar por la aprobación masiva del público.
A Hollywood siempre le incumbió bajar línea, pero también recaudar. Sin espectadores ¿quién pone la plata?